Hermana vida, hermana muerte. En el valle de lágrimas vivimos y morimos. ¿Qué es primero el tiempo o la vida?
Hoy ha sido fatal. Hoy visite amigos: ahora desconocidos, ausentes, ocultos, temerosos de la muerte, temerosos de envejecer. Lleve unos libros de fotografías: estos cayeron al piso, volaron los cuadros haciéndose añicos en los recuerdos, siendo devorados por el tiempo cruel que me trae necesidades y urgencias de gritar ante la soledad y la impiedad. Mientras hablaba la vanidad, me trepé en una hoja del libro de pinturas de colores vivaces y urgentes. Me eleve como un buda inexperto e irrespetuoso. Me eleve tanto que choque con el tumbado de oro que rodea la casa y allí me encontré con un buda de palo, olvidado y hambriento y le pregunté con voz de tragedias: ¿qué haces? «Nada», me dijo. «estoy triste y desnudo». «Me puedes pasar un balde de agua y jabón y cepillo y algo de desodorante. Estoy sucio, me tienen sucio”. “Ayúdame a abrir mis piernas, están frías de tanto espectáculo», dijo entre sollozos.
Me conmovió. ¿En quién creer? ¿Cómo creer? la fe de toda la vida con la que vine y que me obligaron a creer ya no está. La vomite delante del buda, del crucificado, de la deidad y delante también de la alfombra mágica. Estoy escribiendo a oscuras. El gato de casa me saca la lengua y me invita a dormir sobre una cama de clavos que a él le han contado que es buena para el dolor que trae la decepción, la tragicomedia de repetir la palabra amor sin amor.
Me agarro la cabeza y me voy sacando uno a uno los cabellos que me han crecido sobre los ojos, cortándome las uñas que se han aventajado sobre mis orejas, cercenándome con machete fluido la larga cola que me ha nacido en mis patas gigantes de avestruz. Me arranco el corazón y lo echo a las cobras del mediodía. Es día de lluvia y estiércol: pasa el camión de la basura y se lleva mi corazón, las patas de cabra sobre las manchas lunares que me agobian desde el nacimiento. Los basureros me obligan a entregar el cabello de demonio que me ha traído la fiesta del nuevo año del gallo.
Clamó a ti vigía de todo lo existente. No sé. Nunca sé. Corro, huyo ya sin corazón, ni pezuñas, ni durezas, ni corazas. No me mandes a ningún buda a salvarme, ni a Krishna ni al gurú de sal y azúcar negra. Mándame la panela, la orquídea azulada, la memoria que no regresa y sobre todo, échame al espejo mágico que no guarda imágenes ni cuadrantes y que no sabe despreciarme.
No es el aire no es el agua no es el pecado no es la benevolencia. Qué será de mi cuando llueva sobre el cerro de la condenación. La piedra, una y otra vez tirando de la piedra, desde donde vengo y hacia dónde voy. Me golpeó la cabeza, la lengua; golpes en mis silencios, golpear la voluntad de no hacer nada. Sumergido en mí impotencia araño las paredes tratando de encontrar el oro de los dioses, pero no, mi gula saqueadora ya lo devoró antes. Estoy cansado, muy cansado. Están viniendo por mí, la música de las campanas me lo grita. Adiós, adiós.