Dejando a un lado la turbia situación política del país y su deteriorado marco socio-económico, el Metro de la ciudad de Caracas, la infraestructura subterránea inaugurada a principio de los años ochenta, que une a la zona Este de la capital con la del Oeste, puede ofrecernos, no obstante su masificación actual, algunos agradables e insospechados momentos.
Serían las diez, aproximadamente, cuando tomé el metro en Capitolio con dirección a Petare. Al abrirse el vagón noté que había varios asientos vacíos, lo que contrastaba con el estado de apretujamiento y asfixia de hacía apenas un par de horas, más temprano en la mañana, cuando los pasajeros parecíamos sardinas dentro de una lata.
Ya sentado, miré a mí alrededor; la gente lucía distinta, menos apurada, y el metro, desde donde yo estaba, parecía también, de algún modo que no puedo explicar, diferente. El vaivén del tren y la monotonía del ruido que marcaba su recorrido, me llevó adormecido una o dos estaciones. No sé si fue a la altura de Chacaíto o de Sabana Grande, que el sonido de una melodía a distancia me sacó de mi distraimiento.
Una voz femenina, desde el fondo del vagón, entonaba un bolero, al compás de una guitarra. Se trataba de una pieza conocida, pero que en el momento no pude identificar. El dúo comenzó a moverse por el pasillo y justo al cerrarse la puerta de la siguiente parada, prosiguió con otra canción. Esta vez sí la reconocí, la popular letra de Bésame, bésame mucho, un viejo tema, que ha sido interpretado, desde el siglo pasado, por muchísimos cantantes, salía de la voz dulce y serena de aquella mujer joven, en el medio del subterráneo, como si de un gemido, proveniente de las entrañas mismas de la tierra se tratase. Ni el rutinario ronroneo del tren, ni el crujir de su esqueleto metálico, parecían desentonarla. Al finalizar, los aplausos de muchos de los pasajeros no se hicieron esperar, ocasión que aprovechó el guitarrista para afinar las cuerdas y seguidamente mandarse con un instrumental en ritmo de «bossa nova», mientras la luz del sol se colaba, no sabría decir exactamente por dónde, e iluminaba el andén de la estación Miranda, mejor conocida antes de la «revolución», como Parque del Este, convirtiéndola, por unos instantes, en un formidable escenario natural. Unas cuantas ovaciones y algún que otro billete, sirvieron de cierre a la función. Una función que no creo que nadie haya escuchado a disgusto, como sí ocurre ciertamente con la del constante «martilleo» a que están sometidos los usuarios del Metro de Caracas por personas que entran a pedir para medicinas, curas de enfermedades distintas, incluidas el sida y los tratamientos psiquiátricos, desempleo por incapacidades físicas diversas, no caer en el robo o, simplemente, pedir porqué sí. Y es que en el submundo del metro, es la propia existencia la que se esconde y aflora en cada tramo.
Me encontraba en el medio de estos pensamientos, cuando el relevo musical llegó a través de unos raperos que contaban, más que cantaban, los problemas comunes que tienen que enfrentar los venezolanos en su vida diaria y, por supuesto, en el amor. Me bajé en la siguiente estación, convencido de que los compases de la música no se llevaban mal con el roce de las ruedas chillando sobre los rieles y de que sí era posible encontrar un oasis en medio del desierto.
Las alegres notas de un acordeón escapándose de una de las amplias paredes de mosaicos que separan los torniquetes de entrada y de salida, entre dos calles del metro, se oía aún, a lo lejos, mientras subía por las escaleras mecánicas que me acercaban a la otra realidad, la más cruda, la del exterior, la verdadera.
Afuera, llovía estrepitosamente. No sé cómo voy a arreglármelas, para encontrar un taxi.