En Venezuela los hechos políticos noticiosos surgen, a diario, con la misma facilidad que crece la mala hierba en el campo. Si observamos lo acontecido en los últimos tres años, es fácil darse cuenta de lo que hablamos. El 2015 se fue completito, envuelto en noticias que prometían un futuro mejor, si el gobierno perdía las elecciones legislativas nacionales; hecho que ocurrió el domingo 6 de diciembre, entre cánticos, risas de felicidad y chaparrones de alegría de la oposición.
El siguiente, el 2016, comenzó con flamantes y llamativas muestras de autoridad de la nueva junta directiva de la Asamblea Nacional, simbolizadas en la redecoración de sus instalaciones internas que echaron a la calle fotos y cuadros de Chávez, incluidos aquellos con el nuevo rostro de Simón Bolívar, resultado de la tecnología 3D aplicada a sus restos, exhumados del Panteón Nacional en el 2010, los cuales fueron sustituidos por los típicos retratos del Padre de la Patria que solían verse colgados en las paredes de las oficinas públicas de antaño.
Pasada esta euforia de soberanía y desconocida, a los pocos días, la autoridad y existencia misma del parlamento por el gobierno, a través del Tribunal supremo de Justicia, mediante un par de sentencias que configuraban un golpe institucional, vimos cómo fueron anunciadas una serie de estrategias que se paseaban, incluso, por la idea de recortarle la duración al periodo presidencial en curso. Estrategias que finalmente terminaron concretándose ya entrado el mes de mayo, en lo que resultaba más obvio, esto es, iniciar la solicitud de referéndum revocatorio del mandato de Nicolás Maduro, proceso que transcurrió, con más pena que gloria, después de varias laboriosas jornadas de recolección de firmas, más de un millón, que muchos ciudadanos vivieron con sacrificio, pero que finalmente no sirvieron para nada, pues su inutilidad, ya avisada, fue posteriormente ratificada por el propio organismo que las había requerido, o sea, el CNE, no obstante su manifiesta inconstitucionalidad. De modo que ya para octubre, apenas pasados seis escasos meses, y cuando aún quedaba tiempo suficiente para realizarla, el esfuerzo de la dirigencia opositora para materializar la consulta popular que constitucionalmente hubiera podido poner punto final a la presidencia de Maduro quedó agotado; y un nuevo canto de sirenas, esta vez el de la elección de gobernadores, se comenzó a escuchar, como si de una melodía celestial se tratase.
De modo que el referéndum murió antes de tiempo y con él se fue el 2016, sin que tampoco hubiese elección alguna para las gobernaciones de los estados.
El 2017, aunque no ha terminado, es como si ya lo hubiese hecho. Un año triste que quedará en la memoria de los venezolanos por largo tiempo, a pesar de que muchos quisieran olvidarlo ya. Un año, en el que murieron muchos, por nada. Sobre todo, después del desenlace que tuvieron las elecciones regionales que por fin se dieron, después de negociaciones develadas, a su manera, por el gobierno y negadas también a su manera por la oposición, y las cuales estuvieron previamente marcadas por dos episodios en cierto modo kafkianos. Nos referimos, en primer lugar, a la consulta del 16 de julio en la cual unos siete millones de venezolanos le dijeron no a la constituyente ilegalmente convocada por Maduro, y le dieron, a su vez, un voto de confianza a la Mesa de la Unidad, ente que reúne a los partidos de oposición, para llevar a cabo una serie de medidas, que bien que mal, conformaban en su conjunto, un proyecto de acción política a seguir.
En segundo lugar, a la elección de los miembros de la Asamblea Nacional Constituyente el 30 de julio pasado, realizada al margen de la constitución, desconocida mayoritariamente por el país y, al menos en palabras, por la MUD, la ANC y la dirigencia opositora, pero que hace apenas unos días fue reconocida por los cuatro nuevos gobernadores de la oposición que se juramentaron ante ella; dejando un fuerte manchón en la política venezolana y la sensación fuera del país, de que los políticos venezolanos no son serios, que esto se parece más a una república bananera que a otra cosa y que al final de cuentas, no vale la pena interceder por Venezuela cuando su situación política parece sacada de un sainete típicamente caribeño, en el que Maduro no es el dictador que se decía, la ANC no pareciera ser un organismo ilegitimo, y las elecciones, pocas o muchas, no son tan irregulares como se denunciaba.
Aunque no acostumbramos utilizar frases del Libertador Simón Bolívar en nuestros escritos, en esta ocasión, la que nos sirve de título nos parece, además de apropiada, inigualable. Cuando Bolívar la pronunció en su discurso en el Congreso efectuado en la ciudad de san Tomé de Angostura, en febrero de 1919, se estaba en plena guerra de independencia. Hoy, doscientos años después, cuando cualquier vestigio moral está desaparecido de la política y solo encontramos sombras en el camino; moral y luces siguen siendo nuestras primeras necesidades.