De un tiempo a esta parte, las noticias que llegan desde España están dominadas por el tema del independentismo catalán y dentro de éste, por el posible retorno a la presidencia del gobierno regional del señor Puigdemont, quien se mudó a Bruselas a finales de octubre pasado, evadiendo la orden de arresto de los tribunales y, de paso, victimizarse aún más, en su papel de perseguido político del gobierno español.
Transcurridos casi tres meses de convivencia con su séquito en Bélgica, la que Puigdemont gusta llamar gobierno en el exilio, donde disfruta, además de su pasaporte comunitario, de unas jugosas “ayudas” económicas cuyo origen están siendo investigadas, lo que parecía una ingeniosa maniobra para burlarse simplemente del gobierno de Rajoy, se ha convertido en un vodevil de tal naturaleza jocosa y ridícula, que ni la chirigota de Tabarnia, tan magistralmente concebida por la plataforma “Barcelona is not Catalonia”, la ha podido superar. Y es que la burla, dada la altiva y desafiante postura del señor Puigdemont, de mantenerse en Bruselas, pretendiendo incluso gobernar Cataluña desde allí, a quien más afecta y ofende es a los propios catalanes, así como a sus excompañeros de aventura secesionista, que como Joaquim Forn u Oriol Junqueras, este último exvicepresidente de la Generalitat, prefirieron quedarse en territorio español y afrontar las consecuencias de sus actos, es decir, la cárcel.
A pesar del bochornoso espectáculo que todo aquello supone, la dirigencia del separatismo con mayoría de escaños en el Parlament, aunque no, necesariamente, en los votos obtenidos, no ha desechado, del todo, la idea de renovarle la presidencia al escurridizo Puigdemont, permitiendo así la posibilidad de que el escenario actual de intervención en Cataluña, por el gobierno central, se mantenga. Una situación que de darse, no cabe la menor duda de que tendría que ser calificada de intencional, pues su único propósito es agravar el problema, buscando precisamente que el gobierno de Rajoy se vea obligado a aceptar la presidencia de un Puigdemont, domiciliado en la capital belga y sin intención de regresar a España, lo que sería, sin importar el ridículo inherente, provocador y beneficioso políticamente para la dirigencia independentista, o por el contrario, como es lógico suponer, que a Rajoy no le quede más remedio que oponerse a tal decisión del parlamento catalán, interviniéndolo nuevamente bajo el argumento constitucional del Artículo 155, lo que en cualquiera de los dos casos va a dejar, políticamente, muy mal parado a su gobierno y condenando a muerte su actual mandato.
La sociedad catalana, ya bastante golpeada por el caso Pujol, otro expresidente, que mangoneó Cataluña por un cuarto de siglo, y cuya decisión aún está en manos de la lenta justicia española, así como ahora mismo, por el asunto de las comisiones del 3% cobradas por el partido gobernante hasta hace poco, Convergencia i Unió, da la impresión de tener un aguante y una paciencia a toda prueba, no obstante el reiterado aprovechamiento de la posición de poder y de la corrupción continuada de que han venido haciendo gala sus principales líderes independentistas. La pregunta es ¿hasta cuándo?
En las elecciones regionales de diciembre pasado parece haber surgido una pequeña luz en ese largo y oscuro túnel del independentismo, que como ya lo hemos dicho en otras ocasiones, es un magnifico negocio, tanto política como económicamente considerado, para los partidos que lo encarnan. No referimos a la victoria, aunque con mayoría relativa, del partido Ciudadanos, con la señora Arrimadas a la cabeza, quien no contará con los apoyos necesarios para formar gobierno, pero que sin duda ha recibido un empujón importante de los catalanes para impulsar a nivel nacional un posible gobierno del señor Rivera en las próximas elecciones generales que se vislumbran más cerca que lejos. Y es que, como también hemos apuntado en otras ocasiones, el problema de los nacionalismos regionales en España creemos que se acabará el día que un catalán o un vasco lleguen la Moncloa.
De modo que votar un presidente catalán o uno vasco, sería lo mejor que pudiera ocurrirle a España en unos próximos comicios, y en este sentido, el único candidato que tiene hoy en día todas la papeletas para lograrlo, es Albert Rivera, presidente de Ciudadanos, partido que en las últimas encuestas de enero ya supera al Partido Popular y al PSOE por más de cuatro puntos.
En un país donde la corrupción de los partidos políticos que conforman el statu quo, tanto a nivel nacional como regional, está a la orden del día y donde el PP, actualmente gobernando, se lleva la mayoría de los titulares, una buena parte de los catalanes, así como del resto de los españoles, parece haber entendido que el único camino a seguir, frente a un PSOE inseguro y un Podemos especulador y agiotista, lo señala un partido de centro, con sangre nueva, sin expediente alguno de corrupción, al menos hasta ahora, y que represente a todos los españoles por igual.