Era una niña que aprendió a amar en la alborada
y a dormirse soñando en el ocaso,
que a su madre la vio en la ternura.
dulce, fuerte y casi una heroína…
Y de sentirla así, nunca vio su traje ya raído,
ni en su frente la señal del sufrimiento.
De ella aprendió la fe y la esperanza,
el amor, la justicia y fortaleza…
A soñar en castillos de cristales
y a galopar en potros desbocados por las nubes.
A vivir días felices, con familia, amigos y con hijos.
Cuando iba por la calle, cogida de su mano,
era tan feliz como ninguna,
que a los hombres los sentía sus hermanos,
porque no supo jamás lo que era el odio.
¡Ah domingos de la niña ¡inolvidables!
…Su madre no iba al trabajo, ni ella a la escuela,
iba juntando el paso con su paso
hasta la bella laguna de aquel parque;
donde tendida en la hierba de su orilla,
remontaba el arco iris de sus sueños.
Y la niña creció y se hizo grande,
amó como jamás criatura alguna amara,
haciendo realidad todos sus sueños:
de castillos de plata, seda y pedrería.
Fue dueña del cielo, mar y estrellas,
de caminos y ríos cantarinos
y la dulce sonrisa de los niños.
Acarició la ternura en sus entrañas,
por todos los hijos que ella tuvo,
con el hombre amante de su vida,
y por cada vez que la llamaron madre
elevaba un himno al infinito,
por el preciado don que recibía.
Mayo 1988