Correa vendió con éxito su idea de convertir al Ecuador en una sociedad próspera a cargo absoluto del Estado, de igualdades para todos y en la que el precio por cambiar el modelo la asumirían los ricos. La mayoría vio con agrado un proyecto con perfil de reivindicación histórica a costo cero. El fallido experimento tiene en Moreno su continuación, ahora bajo patrones de crisis, con objetivos presuntamente alentadores pero sin metas macrofiscales cuantificadas y con la intención de endosar a la empresa privada la falta de resultados. Las encuestas demuestran la gran insatisfacción ciudadana por la conducción del país mientras Moreno inútilmente pasea la propuesta de apertura a la inversión extranjera sin que la Constitución y las leyes ofrezcan las debidas garantías.
La prosperidad anhelada por los ecuatorianos es irrenunciable, pero su consecusión requiere de sacrificios y es ahí cuando la objetividad se disipa en matices políticos y la lógica pierde su rumbo. El Gobierno mantiene una política de Estado que subsidia la pobreza, agrava las distorsiones económicas y profundiza la apesadumbrez social. El país no dejará de ser rico, pero seguirá sumido en un progresivo empobrecimiento mientras la sociedad no exija resultados a sus mandatarios. La requerida focalización o eliminación de subsidios no surtirá efectos positivos a menos que sea parte de una gran reestructuración económica y que los mercaderes del porvenir tiemblen ante un ordenamiento jurídico verdaderamente independiente. ¡Cuán lejos estamos!