El más reciente escándalo financiero deja en evidencia el atraco perpetrado por intermedio de la banca nacional a cuentacorrentistas que declinaron recibir servicios ofrecidos a través de llamadas efectuadas por call centers. Por mínima que haya sido la cuantía del robo, o minoritaria la participación accionaria en la empresa desfalcadora, está claro que la responsabilidad pecuniaria tiene un límite, pero los daños a la fe pública, ya lesionadas en demasía durante once años, tienen un alcance incalculable.
Un presidente honesto hubiera inmediatamente dimitido a quién dejara siquiera entrever intereses personales dentro de su gabinete. Retirarse de un cargo, cuando menos por vergüenza ante sus conciudadanos, hace tiempo dejó de ser un comportamiento de rigor en el país. Quienquiera que desee vender conceptos de competitividad dentro de una administración pública en estado “desordenado y sin transparencia” y pretenda acometer con un “cambio casa adentro” debería, antes que nada, ser ejemplo de todo lo que predica.
La huida de Alvarado y el ascenso de Merizalde son parte intrínseca de una corrupción que dejó de ser un riesgo para convertirse en la realidad más fehaciente dentro de la cual se desarrolla el Estado en complicidad con unos pocos y ante una sociedad domesticada al rigor del socialismo. La parodia de la inminente inversión extranjera directa y la gran generación de empleos continuará mientras la falta de asepsia en las esferas gubernamentales continúe siendo la norma y no la excepción. Caso cerrado.