Son los momentos de mayor entusiasmo de la sociedad, cuando las campanas empiezan a sonar. Los árboles adornados toman protagonismo y aquel señor de largas barbas ancestrales te saluda en cada cuadra.
Ciertos individuos no se contentan con estos episodios, algunos se amargan y no desean más que pasar rápido. Es para mi complicado olvidar cuando de pequeño no podía controlar mi felicidad, esperando a que llegasen el 24 y el 25 de diciembre, nacía el niño Dios. Lo más importante, por triste que suene, eran los regalos, no a Él, si no a mi.
Pasa el tiempo y Navidad deja de volverse esa etapa de entusiasmo y se convierte en fechas de estrés. Aumenta el tráfico, las reuniones no dejan de manifestarse, hay que comprar los regalos, el dinero quizás para mucho no alance. ¡Ah! Cierto, también nace el niño Dios, lo decimos en voz baja, sin que nadie escuche.
El tiempo no para, y el cariño o amor que me implantaron hacía el niño Dios, lo llevo igual conmigo. Dejo a un costado la preparación para la venida de Jesús, pero nunca abandono la idea principal de todo, que si hay unión en esas fechas, que si el amor rebosa por la ciudad y los descuentos también en ella, es gracias a Jesús.
Finalmente llega el día del cumpleaños. Invitan a las personas, te arreglas, me arreglo, no me olvido del regalo, unos llegan en taxi, otros en su carro; llego puntual donde me inviten, saludo, nos reímos, agradecemos, comemos el postre, volvemos a reírnos, nos vamos. Pero ahí queda el anfitrión, sin un beso, sin una sonrisa, sin un abrazo, sin un ¡Feliz cumpleaños! ¡Gracias por todo!
Lentamente, lo opuesto a la Luz, va abarcando el rumbo de nuestro tren.
Así es que ingratos no
Tal vez sólo vino a recordarnos lo que somos