Solo en su habitación, el desdichado daba vueltas sobre lo que el dominaba «zona de confort» o muchas veces «injusticia» o hasta algunas ocasiones «bendición». No sabía que hacer, su mente estaba en constante actividad, para él estar sin realizar algo, era provocación para su espíritu.
Quería plantearse su vida como la tenía por dentro. Por fuera, una selva de cemento, parafraseando a Héctor Lavoe, por dentro una extensa área verde, llena de los más preciosos árboles de los cuales no sabía sus nombres, gran variedad de animales amigables, de los cuales tampoco sabía los nombres, sonidos ancestrales y celestiales, los cuales no sabía etiquetar.
Para no perder aquella fantasía, prefería no adentrarse mucho, pues sabía que el final podía estar cerca. Existía la posibilidad de perderlo todo, con algún ermitaño cascarrabias, con ganas de exterminar lo que conocía como su espíritu, quizás ese era él, por ende, optaba por tenerlo guardado.
Al momento de regresar a la tierra, se dio cuenta que seguía siendo el mismo. Su espíritu de lucha, cada vez claudicaba más, hoy sería igual que ayer, aunque no deje de moverse. Al inclinar su cuerpo, se percató que una invitación había llegado «te espero hoy, a una noche entre tantas». Con la decisión de disipar todos los pensamientos que lo oprimían, decidió asistir.
Llegó, vio, observó, analizó lo que estaba ocurriendo. Para aquel individuo era emocionante salir a divertirse, pero más emocionante era regresar y descansar. Cuando su cuerpo pedía regresar, lo hizo. Pero no sabía que entre tantas noches como esa, justo en aquel momento, la magia de la vida iba a aparecer. Dos cuerpos se unían para la eternidad, o eso dice la promesa, y èste, triste por perderse la imagen de una golondrina, cerro los ojos y voló a su espíritu.