El suicidio de quien fuera dos veces presidente del Perú, Alan García, ha dejado estupefacta a buena parte de la sociedad peruana, indiferente a otra parte y seguramente contenta a la que reúne a muchos de sus enemigos.
Buscar adjetivos para calificarlo como un acto de heroicidad o cobardía, no tiene mayor sentido y, en todo caso, debemos dejarle esa tipificación a los sociólogos que, como Durkheim, por ejemplo, estuvieron años estudiando el suicidio desde el punto de vista de las causas externas de desequilibrio social, más que de otras internas relativas al desequilibrio psíquico. Principalmente ahora, cuando ido de este mundo Alan García, hay quienes insinúan, sin ser siquiatras o psicólogos, que el hombre tenia problemas mentales. Como igualmente carecen de sentido, las voces que confunden el respeto al hombre en vida, con el que se le debe al hombre muerto, y piden detener la investigación que la fiscalía peruana lleva en contra de todos los expresidentes y demás funcionarios involucrados en el caso Odebrecht.
El suicidio fue una práctica común de la nobleza en la Grecia y Roma antiguas, mediante la cual la persona sentenciada a una sanción de ejecución pública, podía optar suicidarse. Con ello ganaba, dependiendo del caso y la época, no ser deshonrado públicamente e incluso el derecho a que su familia heredase su patrimonio. Tal vez debido a que pasó ya el tiempo de los viejos patricios romanos y la clase política actual abandonó esa vieja costumbre, es que se dificulta encontrar, hoy en día, ejemplos de suicidio como consecuencia de alguna acusación penal, entre nuestros políticos latinoamericanos, algo que es extrapolable a otras latitudes. De hecho la conclusión más resaltante es que los políticos actuales no suelen suicidarse por causas de ese tipo y cuando lo han hecho es debido principalmente a una enfermedad o una coyuntura política, en todo caso.
Con excepción del suicidio delante de las cámaras del legislador de Pensivania, Budd Dwyer, en enero de 1987, un día antes de que se dictara la sentencia en el juicio que se le seguía por corrupción, similar por lo mismo, en su motivación y la forma pública en que lo hizo, al de Alan García, no encontramos otro caso parecido en el continente americano. Por otros motivos no relacionados con la corrupción o las enfermedades, sobresalen en América latina, por su impacto político, al tratarse de presidentes que ocupaban el cargo, los casos de Salvador Allende en Chile, aunque una pequeña parte de la opinión publica aún piensa que fue asesinado, y el de Getúlio Vargas, el 24 de agosto de 1954, un suicidio en extrañas circunstancias, dentro de un conato igualmente singular, de golpe de estado, que ha dado pie a la leyenda urbana de que no se suicidó. Una teoría conspirativa que también ha estado presente en el suicidio de García, cuando algunos medios peruanos y redes sociales se han prestado, para explotar la posibilidad de que no esté muerto y todo haya sido un acto trucado al mejor estilo de Houdini.
Lo que no cabe duda es de que se trató de una decisión consciente, pensada, y planificada, como también lo fueron los suicidios de Dwyer y Vargas, no obstante como ya se aclaró, que el de este último no estuvo envuelto en investigaciones o acusaciones por corrupción y lo llevó a cabo en privado.
El contagio en el suicidio, como instrumento, como respuesta personal o, incluso, la imitación del medio a utilizar o de la ceremonia que lo ejecuta son corrientes. En un mundo como el actual, es más que probable, aunque no lo podamos asegurar, que Alan García estuviese en conocimiento de lo que hizo Dwyer; pero de lo que no cabe duda es de que conocía el caso de Getúlio Vargas, el líder mas popular del Brasil después de gobernarla cuatro veces y uno de los mas reconocidos del continente. Si la determinación de suicidarse delante de terceros fue copiada del primero, no es posible, por lo mismo, comprobarlo, aunque si quizás suponerlo. De lo que si podemos estar completamente seguros es que la carta que escribió, fue inspirada en la aquella otra que dejara Getúlio Vargas, hace sesenta y cinco años, como testamento político. El estilo, el tono, la intención del lenguaje utilizado y hasta el contenido son semejantes.
En la misma, Vargas hace una especie de recuento breve de la situación en la cual encontró el país y de su lucha contra intereses económicos y fuerzas nacionales e internacionales opuestas al pueblo, para impulsar su desarrollo. Que lo atacan a él porque él es la voz del pueblo que quieren apagar, pero que lo hacen insultándolo, difamándolo, pero sin combatirlo, ni acusarlo, para que no pueda defenderse. Dice que no ha hecho más que seguir lo que el destino le ha impuesto; que lo ha dado todo por los desposeídos, por los humildes y que lo único que le queda es dar su sangre a las aves de rapiña y no continúen, de ese modo, chupando la del pueblo. A quienes piensan que le derrotaron les responde con su victoria. Concluye, afirmando que luchó con el pecho abierto para acabar con las privaciones en el Brasil. Que las calumnias y las infamias no doblegarán su ánimo; que les dio su vida y ahora les ofrece su muerte y se despide asegurando que sale de la vida sereno, sin miedo, para entrar en la historia.