“Ser de la izquierda es, como ser de la derecha, una de las infinitas maneras que el hombre puede elegir para ser un imbécil: ambas, en efecto, son formas de la hemiplejía moral. Además, la persistencia de estos calificativos contribuye no poco a falsificar más aún la «realidad» del presente, ya falsa de por sí, porque se ha rizado el rizo de las experiencias políticas a que responden, como lo demuestra el hecho de que hoy las derechas prometen revoluciones y las izquierdas proponen tiranías” El párrafo es de José Ortega y Gasset (“La rebelión de las masas”, libro que data de 1937), y en el que realiza una profunda y premonitoria disección de España y Europa.
La cita tiene actualidad indiscutible: tanto en América Latina como en Europa, el debate político desde cuando la revolución francesa acuñó los términos de izquierda y derecha, no ha dejado espacio más que para etiquetarse como de una u otra tendencia. Y todos aquellos que por alguna circunstancia más camaleónica que ideológica resienten ubicarse en cualquiera de las dos posiciones, prefieren sentarse en lo que llaman “centro”, y proclaman desde ahí una ecléctica profesión de fe según la cual, toman “lo bueno” de ambas tendencias, sin caer en fanatismos…
Pero empecemos por el principio: la izquierda supone adhesión al “cambio” de las estructuras económicas para promover el desarrollo social. Ese es el camino más o menos culebrero por el que transitan posturas que van desde el marxismo tradicional —cuyo fracaso fue refrendado por la caída espectacularmente aparatosa del Muro de Berlín— hasta el reencauchado socialismo del Siglo XXI, promovido por Chávez con los escombros que dejó Fidel, y que fueron repartidos bajo los auspicios del Foro de São Paulo, entre Lula, los Kirchner y Correa, para instalar regímenes de corrupción inédita, en nombre de la justicia social. Claro que los métodos pasaron de la insurgencia armada, a ganar elecciones aprovechándose de las decepciones que la política tradicional generó entre los ciudadanos, en especial durante los años 90. Por esa circunstancia el resultado fue prometedor, como lo demostraron las experiencias en Venezuela, Brasil, Argentina, Nicaragua y Ecuador. De esos experimentos, solo quedan en pie —y bastante maltrechos— Venezuela y Nicaragua, aferrados en simbiosis al cacareado antimperialismo cubano.
Y el reencauche tiene método: convertirse artificiosamente en antítesis de un fantasma creado por ellos, mantenido por ellos, y promovido por ellos, al que han llamado “neoliberalismo”. Así, toda propuesta de política económica que esté orientada a promover la iniciativa individual para invertir, emprender, producir y generar empleos y exportaciones, es etiquetada de “neoliberal”. Al contrario, los promotores de esta contradicción, promueven que todo cuanto se produzca debe hacerse dentro del Estado. Nada fuera del Estado. Y para eso, hay necesidad de engendrar una burocracia ávida de poder político y económico, que rápidamente se convierten en el principio y fin de la economía.
Así, se ha ido reduciendo el debate político a ejercicio maniqueo: Izquierda contra derecha; socialismo (de cualquier siglo) contra neoliberalismo. Y lo ideológico se reduce a cliché porque la gente con capacidad para enfrentar y desenmascarar el embuste, prefiere ser indiferente en vez de encarar la falsedad en sus orígenes, tanto desde la política cuanto desde los medios de comunicación.
Los políticos deberían reivindicar sus tesis sociales y económicas, sin admitir que los etiqueten: ni de derecha ni de izquierda. Ni neoliberales ni anti neoliberales. O por lo menos —y para asegurar que están donde políticamente deben estar— contribuir a que se defina exactamente qué es ser de derecha. Y qué es ser de izquierda. Qué es ser neoliberal. Y qué es ser socialista. Si no lo hacen, estarán dentro de lo que el filósofo español denominó como “una de las infinitas maneras que el hombre puede elegir para ser un imbécil”