Cuando hace año y medio Martín Vizcarra fue juramentado como presidente del Perú dada la renuncia de Pedro Kuczynski al cargo, se suscitaron dudas sobre las probabilidades reales que tenía el, hasta ese momento, primer vicepresidente, para completar los tres años que aún quedaban por delante, del total del periodo presidencial de cinco años.
Las razones eran variadas, pero todas en sus principales ramificaciones coincidían en que la inestabilidad política derivada de un poder legislativo donde el fujimorismo era la principal fuerza opositora, así como del apretado triunfo de Kuczynski por apenas un puñado de votos sobre Keiko Fujimori, junto al flagelo de la corrupción que campeaba por el país y ya había llevado a la cárcel o sometido al escarnio público a sus últimos cinco presidentes, darían al traste con ese mandato. Además se sumaba a ello el hecho de que Vizcarra daba una cierta apariencia de desinterés por los asuntos propios de la presidencia al haber aceptado el cargo de Ministro de Transporte y Comunicaciones, el cual lo metió en la candela política de la interpelaciones, acusaciones por corrupción y críticas de todo tipo de la oposición del que salió para ejercer otro muy diferente y que muchos consideraron aún más incompatible con la vicepresidencia: el de embajador en Canada, país donde se encontraba al momento de ser llamado para sustituir a Kuczynski.
Sin embargo, Vizcarra ha podido sortear esa inestabilidad no obstante las renuncias de muchos de sus ministros y colaboradores, así como la corrupción a la que ha tratado de coger por los cachos con varias acciones políticas frontales e iniciativas legislativas que le han hecho ganar el apoyo tanto de las fuerzas armadas como del sentir popular. Un respaldo el del pueblo peruano que también recibió Vizcarra con su última medida de hace un par de días, de disolver el Congreso del país, similar al que le dio en su momento al propio Alberto Fujimori cuando con ocasión de su “autogolpe de Estado” de comienzos de abril del año 1992 hizo lo mismo, aunque en aquella ocasión la Constitución peruana no lo preveía.
Se hace insoslayable recordar que fue Alberto Fujimori quien dentro del marco del denominado Congreso Democrático Constituyente de 1993 dio vida a la vigente Constitución del Perú en la cual introdujo algunos artilugios y mecanismos con la finalidad de reducir las atribuciones de dicho poder legislativo y, por retruque, de reforzar las del presidente, es decir, las de él. Fujimori lo hizo en un momento de altísima popularidad, en el cual el partido que lo llevó a la presidencia, contradictoriamente era tan solo una minoría dentro del poder legislativo; este último, un estorbo, por ende, que retrasaba o impedía cualquier proyecto o reforma legislativa, así como los nombramientos de ciertos cargos como, por ejemplo, los correspondientes al poder judicial, que al final impedían su gestión de gobierno desde el poder ejecutivo.
Fue así como en dicha Constitución se estableció, prestado inapropiadamente de los regímenes parlamentarios, la figura del voto de censura y de la cuestión de confianza, inaplicables por ser incompatibles con el sistema de gobierno presidencial imperante en el Perú y en la América hispana desde su independencia, pero que a Fujimori, ingeniero, hombre práctico y calculador, le venía como anillo al dedo, a falta de otro, para frenar las acostumbradas tácticas dilatorias de los legisladores, cerrando el congreso si a sus miembros se les ocurría oponerse por dos veces a una solicitud de confianza solicitada por el Consejo de Ministros del Ejecutivo, como por ejemplo, sobre un proyecto de ley.
Así gobernó en parte Fujimori, con esa amenaza permanente de disolución del poder legislativo que la Constitución de 1993, hecha a su medida, consagró como norma fundamental. Un botón rojo, para emergencias, que se podía apretar cuando le fuese conveniente.
Y ese botón rojo fue el que apretó, cansado quizás como Fujimori, de que le echasen para atrás algunas de sus iniciativas legislativas y de anticorrupción, sobre todo las que tenían que ver con la restricción de la inmunidad de los propios parlamentarios, Martín Vizcarra, casi treinta años después, generando una grave crisis institucional y política en el Perú actual.
Vizcarra igualmente ingeniero y para quien, por supuesto, dos y dos son cuatro, ya se había dado cuenta seguramente, cuando propuso en julio pasado adelantar las elecciones presidenciales para mediados del 2020, que esa, aunque no estuviese contemplada en el texto constitucional, era la única consecuencia lógica y posible a la figura de la pérdida de confianza, dentro de una verdadera democracia. Una consecuencia preferible desde cualquier punto de vista, antes de decidirse a aplicar el mecanismo de disolución del Congreso permitido absurdamente por la Constitución en su artículo 134. Al menos, una menos dañina, más institucional y mucho mas justa política y democráticamente que la de cerrar el parlamento.
Pero no le hicieron caso por razones y motivaciones políticas y personales de los congresistas y dirigentes de la política peruana que no cabe explicar aquí, y de ahí su decisión, la de Vizcarra, de activar ese botón rojo y convocar a elecciones para elegir un nuevo Congreso el próximo enero del 2020.
La crisis aún está ahí y lejos de haberse alcanzado una solución definitiva, no obstante, la renuncia de la presidenta encargada nombrada por el Congreso, también con permiso de la Constitución, aún hay una posibilidad de decisiones, pendientes básicamente del Tribunal Constitucional peruano, por otro lado, parte en su origen del problema, que pudieran darle un giro inesperado a la deriva actual, en la cual la figura del presidente está, sin duda, ganándole la partida a la del Congreso.
Pero quizás, lo único completamente cierto en todo esto, es que la sombra de Fujimori, como lo dijimos por motivos diferentes hace ya tiempo, en otro artículo, sigue proyectándose sobre la política peruana y sobre el futuro del Perú y de los peruanos indefectiblemente.