Este mes de octubre con la reaparición en las calles de Paris y de Toulouse del movimiento conocido como los “chalecos amarillos”, se cumple un año de la puesta en escena de la manifestación popular mas grande y duradera que como reacción social a las políticas socio-económicas del gobierno de un país, se haya dado en la historia moderna. Para algunos, dada su envergadura determinada en su organización, número de participantes, calado de las reivindicaciones, así como por su trascendencia y efectos políticos tanto en la comunidad europea como en el resto del mundo, aun no del todo perceptibles, se trata de la segunda Revolución francesa.
Igualmente, por motivaciones que no podemos calificar de idénticas, pero si catalogar dentro de su naturaleza económica y social de parecidas, también hubo movilizaciones públicas en la Argentina contra el gobierno de Mauricio Macri quien se juega la reelección el domingo veintisiete de octubre, así como en el Ecuador, no menos importantes, aunque si más feroces, recogidas en imágenes que dieron la vuelta al mundo contra el paquetazo económico liberal del FMI anunciado por su Presidente Lenin Moreno y que nos hizo recordar el Caracazo del año 1992 contra Carlos Andrés Pérez por causas aparentemente iguales y dentro de circunstancias muy similares.
También durante este año 2019 ha habido protestas y marchas no exentas de violencia y pérdida de vidas en las calles de Venezuela, como parte de una historia sin fin que se viene repitiendo prácticamente desde que Chávez asumió el poder en el año 1999, y de Nicaragua, donde la dictadura del otrora revolucionario Daniel Ortega le sigue al calco, los pasos a Nicolás Maduro. Pero aquí, si se puede afirmar que las causas en su raíz son distintas, pues se trata en ambos casos de gobiernos espurios, ilegítimos, que desviaron el camino democrático que alguna vez pretendieron y donde además sus políticas sociales y económicas, destinadas a mejorar la situación de los ciudadanos, vienen contrariamente desmejorándola aún más hasta el punto de llevarlos a una situación de pobreza extrema en la cual, por ejemplo, el salario mínimo de un trabajador en Venezuela, que acaba de ser aumentado en bolívares, equivale a un poco más de siete dólares mensuales.
Aunque estas son solo las referencias más conocidas y de mayor repercusión en forma de resistencia y de rechazo al orden establecido, es decir al Estado mismo, en algunos países que nos son cercanos, no son, sin embargo, las únicas en el mundo actual.
La pregunta que habría que hacerse es si el Estado moderno está preparado para hacer frente y dar contestación a esta forma de rebeldía o desobediencia civil junto con su correspondiente carga de violencia, muchas veces delictual, como la destrucción de propiedad, el uso de armas o los saqueos comerciales. Sobre todo, en momentos como los actuales en los cuales en esas movilizaciones participan, cada vez con mayor frecuencia, factores o agentes externos, infiltrados, que persiguen objetivos bastardos o responden a intereses subalternos. La respuesta es obviamente que no y parece dar la razón a quienes ya desde finales del siglo pasado vienen anunciando la declinación del Estado nacional y el derrumbe de sus fronteras.
Para apoyar esta posición a la luz de los acontecimientos antes señalados, bastaría con indicar como el gobierno de Moreno en Ecuador dio marcha atrás con varias medidas de su paquete económico, como el aumento de la gasolina, tal como lo hiciera CAP en el 92 en Venezuela o como el propio Macri en Argentina, que venía posponiendo su paquetazo económico y tuvo, una vez en vigor el mismo, que realizar algunos ajustes que no creemos le alcancen para obtener algún rédito político en las urnas. Por su parte, en Francia, eso sí, después de aguantar varias semanas de asedio, de las casi cincuenta de protesta que ha tenido, Macron entabló conversaciones con los líderes de los “chalecos amarillos” y entre otras medidas concedió un aumento salarial y una rebaja impositiva; pero a diferencia de los ejemplos anteriores, las protestas, aunque con menos fuerza no se han detenido del todo. A prueba, y por confirmar esta tesis, queda en el momento en que se escribe esta columna, el gobierno de Piñera en Chile, país este último donde la protestas por el aumento del pasaje en el metro, que afecta a unos tres millones de usuarios, van in crescendo, hasta el punto de que ya han paralizado ese medio de transporte por completo y amenazan con hacer lo mismo en Santiago, su capital.
Los casos de Venezuela y Nicaragua parecen ser la antítesis de la ecuación, pero no pueden ser tomados en cuenta, pues si bien allí es cierto que las protestas, no obstante su intensidad y prolongación en el tiempo, no han podido hacer mella en los autocráticos gobiernos de Maduro y Ortega, ello se debe a que son precisamente eso, gobiernos donde no se juega con reglas democráticas y la violencia contra las leyes, así como la verbal y física contra las personas, es la respuesta del Estado frente a la sociedad civil cuando reclama justicia.
Pero sin lugar a dudas, el caso más patético, no ya de la claudicación progresiva y permanente del Estado, sino de su derrota ética que es mucho peor que cualquier otra porque lo desnuda y lo deja sin valores ni principios de ningún tipo, es el del Estado mejicano representado en el gobierno de López Obrador, al soltar después de que lo había capturado por el delito de narcotráfico, al hijo del Chapo Guzmán, renunciando así a la facultad de ejercer el poder coercitivo sobre la delincuencia que le otorga la ley. Una derrota sino total, al menos tan vergonzosa, pues no cedió ante simples ciudadanos sino ante el crimen organizado, que deja al Estado convertido en un guiñapo, en un cuerpo abstracto, sin vida y carente de sentido.