Las cosas no han cambiado nada desde que, no hace mucho, el término “posverdad” entró en nuestras vidas para revelarnos que la realidad no era como la creíamos, que nos movíamos entre noticias inventadas, verdades a medias o completamente falsas, y en un mundo de sombras, es decir, de mentiras y ficciones creadas por alguien.
Una muestra de esto nos la acaba de proporcionar Bolivia país donde después de renunciar por escrito mediante una carta, un hecho indiscutible pues fue publicada en varios medios internacionales, Evo Morales dice ahora desde el exilio que la verdad verdadera es que a él le dieron un golpe de estado. Otra, la vimos en el pacto sellado con un abrazo, entre Pedro y Pablo, apenas unas horas después de conocerse los resultados de las elecciones del 10N, que no modificaron sustancialmente el cuadro politico existente antes de ellas. Una demostración evidente de que no hubo bloqueo alguno que impidiera a Pedro Sánchez formar un gobierno anteriormente, si realmente lo hubiese querido, y de que el acuerdo en cuestión pudo haberse cerrado meses antes.
Mas allá de las falsedad o verdad de las premisas entre las que nos movemos y calculamos o planificamos nuestra existencia, en el plano ideológico y politico siguen apareciendo los mismos estereotipos, las mismas tautologías retoricas a la hora de elaborarse una mentira o establecerse una verdad.
Las clasificaciones y las catalogaciones cada vez más frecuentes y extendidas, tratan de explicar la realidad exterior abriendo pequeñas casillas en nuestro cerebro y en nuestras emociones como si fueran archivos guardados alfabéticamente en una gaveta o insectos pegados con un alfiler a una etiqueta. Terrorista, fascista, comunista, golpista, extremista, sectario y hasta machista y racista son algunos de los rótulos que más se utilizan para desprestigiar al oponente politico dependiendo del país y coyuntura cultural. De entre ellos, el término fascismo es uno de los más usados hoy en día en países como España y Chile.
La confusión sin embargo es grande entre la gente, sin mayor conocimiento, que se deja llevar por lo que le dicen sus dirigentes o las redes sociales sin que haya lugar a distinciones. Un ejemplo de lo complicado que puede ser esto para el gran público, sin tiempo para leer sobre estos temas, lo tenemos en Venezuela. En ese país, Chavez, aunque decía ser socialista y así fue y es considerado, pudo haber sido etiquetado tranquilamente como fascista si juzgamos, entre otros, por el hecho de que le gustaba que lo llamaran comandante en lugar de presidente, cargo para el cual había sido electo, que vestía como Fidel con atuendo militar y acostumbraba levantar los brazos y golpear con el puño cerrado la palma de la otra mano, en señal de choque. Es decir, lo mismo que Hitler, Mussolini o Franco, máximos exponentes del fascismo, quienes utilizaban uniforme y se hacían llamar Führer, líder; Duce, guía; o Caudillo, además de levantar igualmente el brazo para saludar con el puño abierto o cerrado dependiendo del caso y que, en vez de círculos bolivarianos o colectivos, crearon fuerzas de choque como las camisas pardas o negras.
Desde que la izquierda denominada ahora progresista y la derecha más conservadora, dejaron de ser una simple bancada o un lugar de referencia donde ubicar a las personas físicamente, para convertirse en dos puntos de vista distanciados por algo más que una calle, en los dos grandes credos con los cuales se trata de explicar el resto de las ideologías, doctrinas y corrientes políticas y hasta filosóficas existentes, el mundo moderno se ha expandido en esas dos direcciones. No hay la posibilidad de términos medios cuando esas dos referencias cardinales se estiran y tensan como si fueran los dos cabos de una cuerda que acaba reventada justo por la mitad.
La prueba de esto último la acabamos de tener también en España donde un partido político bisagra como Ciudadanos creado para absorber el descontento y discrepancias de la gente que no se sentía a gusto con que la encasillaran en el este o en el oeste del mapa politico universal, prácticamente desapareció. Gente que a la hora de la verdad, de tener que tomar una posición de supervivencia ante los amenazantes embates de un lado y del otro de la cuerda, no le quedó más remedio que decidirse a tirar también de ella yéndose para el extremo que más se asemejaba a su causa. Pero las puntas de la cuerda ahora recargadas de tanto forzarlas se han alargado y alejado más de cualquier punto medio o intermedio, lo que explica el crecimiento de VOX al que la izquierda tilda ahora, como si fuera un pecado en plena inquisición de extrema derecha y de fascista, ignorando quienes repiten eso como loros su significado y olvidando que Podemos viene ocupando el lugar de la extrema izquierda española desde que nació en el 2014 sin que nadie los tache de estalinistas o bolcheviques que, se estará de acuerdo, es un insulto jerárquica e históricamente considerado mayor que el de chavistas, este último ganado a pulso. Y si alguien lo duda que les pregunten a los cinco millones de seres humanos que conforman la diáspora venezolana por el mundo, muchos de ellos en España.
Pero curiosamente en España no encontramos, a lo largo de todos estos años, abismales distingos ideológicos entre eso que llaman izquierdas y derechas. No al menos alrededor de políticas tales como el salario o las pensiones, educación, tecnología, impuestos, cultura y salud entre otras. Sus grandes diferencias básicamente sostenidas por atavismos históricos, tienen y han tenido que ver más bien con su postura frente al franquismo, utilizado como retorica política para entretenimiento del votante, junto con otros dos temas derivados con los cuales han envenenado la salud política de los españoles todo este tiempo: la monarquía y la república, puestos como antagonistas en un contexto que hoy en día carece de sentido. Un asunto, por lo demás, que sociedades como la británica o las nórdicas europeas superaron hace tiempo.
Lo más preocupante, por la gravedad que encierra, es que esas diferencias tampoco las encontramos en la irresponsable posición frente a un delicado tema como el separatismo vasco o catalán, que tanto la izquierda progresista como la no progresista junto con la derecha, han venido manteniendo con algunas salvedades que dependieron más, en su momento, de las actitudes y posturas personales asumidas por sus gobernantes de turno, que de las decisiones partidistas, inexistentes para todos los efectos. Las consecuencias de esa irresponsable política de hacerse la vista gorda y dejar crecer a los partidos nacionalistas regionales, a los que se dio cabida en la Constitución vigente de 1978, así como a su dirigencia, haciéndoles concesiones insensatas y a veces delictivas a la hora de la conformación del gobierno nacional y corriendo la arruga para que el que viniera detrás se las apañara como fuera, han minado tanto la política española que solo una reforma constitucional mediante un gran pacto nacional entre la izquierda y la derecha que establezca un estado federal, un régimen presidencialista, no parlamentario como el actual, unas elecciones legislativas representativas y proporcionales a la población de cada provincia, gobernadores estadales electos directamente al igual que los alcaldes y el presidente a dos vueltas y la regulación de las organizaciones políticas que tengan como fines la fragmentación del territorio y del estado, son la única salida posible si se quiere cambiar el escenario actual.
Sin embargo, ahora mismo, esa posibilidad luce imposible para una España que entra en la tercera década del siglo veinte con la andadura de un caballero templario cansado y sin caballo en medio del desierto, dispuesto a pactar con los infieles del independentismo a cambio de un vaso de agua y renunciando al santo grial.