La alucinación y el absurdo pareciera que se han apoderado del imaginario colectivo de algunas sociedades. Esta suerte de surrealismo que se nutre más de la infamia y de la pesadilla que de lo irracional y lo onírico tiene ya algún tiempo recorriendo países como Venezuela y España sin que nadie lo detenga.
Un gobierno puede equivocarse, meter la pata e incluso en su desacierto e ineptitud colocar a su país al bode del precipicio, pero lo que no puede es estando en ese borde darle una patada y echarlo por él. En Venezuela se ha pasado de lo primero a lo segundo en estos últimos veinte años, con desaciertos seguidos, uno detrás de otro, que unidos a un desprecio por la legalidad, por los poderes públicos e instituciones, que tiene sus raíces en la propia Constituyente de 1999, ha conducido al establecimiento de un gobierno que viene pregonando ser socialista pero que no lo es y que además alega ser antimperialista y anticapitalista, aunque las muestras que deja a diario enseñan todo lo contrario.
Todo ello ha pervertido no solo la forma de ejercer el poder sino igualmente de mantenerlo, convirtiendo el sistema democrático conocido hasta ahora, en un aparato, en un esqueleto, que sirve únicamente para formatear procesos electorales donde hasta los resultados están previsiblemente automatizados. El último ejercicio de este tipo lo acabamos de ver en Bolivia, donde un presidente electo alguna vez con la adherencia del pueblo, se convirtió con el paso del tiempo y una permanencia políticamente envilecedora en un monarca sin corona o si se prefiere en un dictadorcillo de esos tan típicos del siglo pasado en Centro y Suramérica disfrazado de demócrata entre reinas de carnaval y elecciones amañadas.
El personalismo, en definitiva, es lo que sigue prevaleciendo en estas latitudes y también en algunas otras, a costa de lo que sea, incluso del propio país gobernado; esto es, de sus riquezas más importantes como lo son su gente y su territorio.
Así por ejemplo, en España, aunque la situación de democracia actual en lo social y en lo económico puede lucir de bulto muy diferente a la de Venezuela, cuando la observamos bien y nos aproximamos a ella nos damos cuenta de que al igual que allá, el personalismo campante desde hace año y medio de Pedro Sánchez se ha venido tragando el sistema de partidos, el de pactos de gobierno y ,por ende, el electoral y el de la democracia en su mejor sentido. Y que de forma semejante, aunque con muchísimo menos tiempo en el poder, hace a un lado algo tan esencial como la búsqueda de la preservación del Estado que gobierna, poniéndolo de manera similar al borde de un precipicio y sin tomar en cuenta el riesgo en que coloca su unidad e integración.
A Pedro Sánchez le corresponde, lo obliga el hecho simple de haber ganado las elecciones, aunque fuese con una mayoría relativa, la formación de un gobierno; esto es, de buscar los apoyos políticos y por lo tanto los votos en el parlamento para ser investido presidente. Una circunstancia en la que se encuentra desde principios de mayo de este año cuando con una minoría parlamentaria no puso su empeño en intentarlo, prefiriendo volver a las urnas en busca de una victoria que se anunciaba en las encuestas aplastante.
Unos comicios forzados por su propio irresponsable proceder, pero que tuvo un resultado en votos menor que la anterior y que ahora, con una actitud terca e irracional, le conduce al desfiladero de las Horcas Caudinas que supone pactar con el separatismo catalán y vasco. Unos brazos abiertos que tendió al secesionismo en el mismo instante en el cual pactó con Podemos varios cargos del futuro gobierno y, una vez más, sin haber intentado tan siquiera, buscar esos apoyos en otros partidos que a diferencia de los separatistas si son constitucionales, por el hecho aparente de no ser de izquierda. Una razón para nada entendible y que no explica porque una posible negociación izquierda-derecha para investirlo en el gobierno resultaría tan dañina y perjudicial para España. Y es que no puede serlo. No al menos una peor y mas venenosa que la que supone un pacto politico con todos los partidos segregacionistas catalanes, algunos de cuyos dirigentes se encuentran tras las rejas por, entre otros delitos, malversación de fondos destinados presupuestariamente al gobierno de Cataluña pero que fueron desviados y utilizados ilegalmente en propaganda, acciones y eventos políticos independentistas.
O, dicho de otra manera, que el personalismo de Sánchez, animado por una particular revancha personal contra los denominados “barones” y “vacas sagradas” del PSOE que lo obligaron a renunciar en el 2016 a la secretaría general, es en realidad quien ejerce la presidencia de España, prefiriendo en esa alocada rebeldía seguir sus propias reglas que las tradicionales, sin importar que las suyas vayan además contra el sentido común y la historia.
Una política personal que ha llevado a Sánchez a gobernar dentro del cascaron del PSOE, pero sin el PSOE, y que nos trae a la memoria algo parecido a lo que hicieron en Venezuela Carlos Andrés Perez en 1989 y posteriormente Rafael Caldera en 1994, cuando llegaron a su segunda presidencia con los votos de los socialdemócratas y socialcristianos, respectivamente, pero gobernaron después sin sus partidos tradicionales Acción Democrática y Copei, algo que sin duda no contribuyó a mejorar la delicada situación que vivía el país. Lo que vino posteriormente todos lo conocemos. Venezuela estaba al filo del acantilado, pero nadie empujó para atrás, para alejarla de él.
España mira también hacia abajo, hacia su propia sima; es diferente a la de Venezuela, pero igualmente desquiciante y profunda.