Se apagaban las luces de la habitación, sin ganas de dormir porque ya había dormido todo el día, y éramos yo y el silencio. No tenía otra que pensar, pensar y pensar… Sabiéndome al borde del abismo, aterrado ante la certera posibilidad de sufrir el síndrome de lisis tumoral (irrigación de las células malas destruidas por la quimioterapia) la pregunta era ¿qué estrago sufriré? ¿Lo soportaré? ¿O me quedaré en el intento? Analizaba mis dolores, mis sensaciones, tocaba a cada rato la piel de mi rostro para identificar si había fiebre, palpaba mis ganglios del cuello para ver si alguno de ellos había empezado a crecer. Y así me martirizaba hasta el cansancio comparando lo que sentía con las alertas que mi doctora me había dado del cuadro que podía sobrevenirme. Era la lucha de alguien que quería estar sobre la jugada de esta cruel enfermedad que mientras más batallas más te quiere aniquilar.
Por eso de repente le cogí un terror a la noche. En vez de esperar con ansias que llegue para descansar, la miraba con miedo y zozobra. Había días en que, ciertamente, no quería que llegue. Era como si se acercaba y se acercaba la muerte… era una agonía en la incertidumbre del minuto a minuto. Un martirio del que no podía escapar.
Pero un día la noche y el silencio se convirtieron en el mejor momento. Fue cuando entendí en el extremo de mi soledad que había algo o alguien más. Fue cuando me di cuenta de que estaba vivo y que a pesar de todas esas punciones entre mis vértebras, pinchazos, llagas en la boca, supuraciones amarillentas en mis pies, uñas que se me caían y agotamiento hasta el extremo, tenía, para mi propio asombro, energías para continuar… Me di cuenta, y ahora lamento haber llegado al punto de mi resistencia para aceptarlo, que no era casual resistir todo lo que resistía. Que no tenía nada que ver con que era un “superhombre” o un “guerrero”. Había alguien más en el aguantar el veneno que entraba por mis venas destruyéndolo todo. No era solo yo sencillamente porque ya no podía. ¡Alguien me sostenía! ¡Alguien me emergía! ¡Alguien me contenía! Fue precisamente en el ahogo de mis emociones, en el huracán de mis devastaciones, que terminé exhalando al límite de lo que podía soportar el grito más desesperado de auxilio… ¡DIOS!.. Sí, El me llevó al extremo para que pudiera darme cuenta de que estaba ahí para mi.
Y así fue como me venció. Así me arrinconó y me quebró. Esto que pudiera sonar duro, lo entendí perfectamente, estaba paradójicamente revestido del más puro amor. Era la forma con la que podía hacerme entender, necio como soy, que El era el camino. Ahora sé, porque ya lo conozco, que fue su forma desesperada de atraerme y llamar mi atención. Yo sólo tenía que decirle… ¡Aquí estoy!
Y cuando lo dije, todo fue diferente. Ya no era yo contra mi mismo y las masas que crecían en mi, éramos dos, éramos un equipo. Y nos reencontrábamos en la noche que tanto llegué a temer y aborrecer para amarnos. Nuestros diálogos me descubrieron más que a un Dios a un Padre, uno que abraza y se derrite ante la pequeñez de su hijo, uno que está pendiente, que escucha, consuela, embriaga y sumerge en paz y confianza con su dulzura. El estaba a tiempo completo. Yo lo sentí. Cuando me punzaban, El me abrazaba, y ya rendido, crucificado en esa cama, acariciaba mis heridas hasta sanarlas. Sentí que me brindaba su regazo. Sentía su mirada angustiada por mi tristeza. Sentí hasta que también lloraba conmigo cuando la pena me consumía. Padre e hijo entrelazados, nos desahogábamos hasta que me dejaba dormido…
Y así todos los días era nuevo. Todos los días su amor me reinventaba. El despertar, en el transcurso del tiempo, dejó de ser un duro abrir los ojos a la realidad que me consumía para convertirse en la cuenta regresiva a la noche que tanto temía para reencontrarme con El. Así, poco a poco, ante mi propio asombro, el resto se fue haciendo llevadero.
Ahora en retrospectiva, leyendo mi informe clínico y recordando lo que pasé, me parece increíble todo lo que sufrí. Pero la Misericordia que recibí lo supera. Y con eso me quedo. El ahora es mi “papito”. Así lo trato cuando hablamos y El me responde en los pequeños detalles de la vida. Ahí cuando llega un abrazo, una palabra de aliento, el cariño sincero. Cuando la paso bien con mis amigos, cuando sonrío y disfruto la alegría de vivir, cuando recibo las atenciones de mis tías, cuando me nace ayudar a algún amigo de batalla, sé que es El quien lo motiva. Y confirmo, con la boca llena de experiencia, eso de que “todos sus planes son de amor”. Fue mi soporte en mi momento más vulnerable y me amó tanto que me volvió a dar una oportunidad. Por eso ahora me presento como HIJO DE SU MISERICORDIA. Me regocijo en esta certeza y pase lo que pase después sé que El volverá a estar y volveremos a vencer.
Para mi todo, por absurdo que les parezca, valió la pena porque siento que mi nueva vida tiene un sentido en el amor y la seguridad que vivo… ¡qué hermoso es vivir así! Brindo por todo lo que representa la vida que ahora la valoro más que nunca. Y brindo por el amor con el que me ha blindado DIOS… ¡SALUD!