Las constituciones, creadas por individuos con fortalezas y debilidades propias de las sociedades que representan, no son panaceas. Mientras más abultadas en su texto, mayor la marginalidad de los intereses ciudadanos que los constituyentes pretenden precautelar. Nuestra voluminosa Constitución, calificada por sus mentalizadores como garantista de derechos, no es otra cosa que un enjambre de magnas disposiciones, insustentables jurídicamente ante la academia constitucional e incumplibles económicamente por el Estado ante la sociedad. Es que paradójicamente se pretendió que dicho Estado sea el garante de los llamados derechos de la sociedad a la salud, educación, protección, trabajo, vivienda y seguridad social.
La izquierda política pretendía perennizarse en el poder a través de una Carta Magna, ente supremo regulador, y el aval de nuevos paradigmas sociales como la redestribución de la riqueza y la gratuidad, anclas de una nueva fórmula de desarrollo cuyo mítico objetivo era doblegar a la desigualdad social. Se olvidaron, sin embargo, que sin crecimiento económico no era posible generar riqueza, solo redistribuir mayor pobreza, y que la gratuidad, cuya factura debía igual cubrirse, nunca ha sido sinónimo de calidad.
Un país desahuciado como el Ecuador requiere desmantelar el andamiaje de Montecristi sobre su sistema político y jurídico. Hacer los cambios requerirá de una ejemplar y transparente institucionalidad, tarea compleja para una intelectualidad política limitada de talento y carente de probidad.
En la ONU debería haber un organismo que califique las constituciones de todos los países y determinen si permiten una buena GOBERNANZA o no.
Si un país no tiene una constitución aprobada, no debería ser miembro.
Una Constitución sirve para los propósitos antes anotados, el correato diseñó y propuso una, a sus anchas y nadie le dijo nada, confiando en su liderazgo y capacidad de maniobra. Resultando ser un gran pillo
Nadie tiene o tendrá la capacidad para «hacer la suya», tendremos que vivir con «la de Montecristi» y hacerla funcionar. De lo contrario, nadie sabe a dónde nos llevarán las luchas intestinas.