Con motivo de los 132 años de la Junta de Beneficencia de Guayaquil he creído pertinente reproducir un artículo que mi padre Carlos Estarellas Merino escribió hace algunos años sobre la Junta de Beneficencia.
Existen instituciones que, poco a poco, van formando parte intima del panorama nacional, a tal punto, que su ausencia provocaría múltiples comentarios. En casos de tanta independencia, esta se explica por la simple razón de la enorme cantidad de interacciones provocadas, lo que contribuye a crear un vínculo de enorme fortaleza. Si aún más, la dependencia trata de ir aumentando su capacidad técnica para prestar servicios que antes solamente se ofrecían en el exterior, tales como litotricia, resonancia magnética, tomografía axial computarizada, hemodinámica para cateterismo cardiaco, terapia de fratría, equipo de laser para controlar el dolor, equipos de electro estimulación, o diatermia, esa nueva y amplia capacidad cimentará más profundamente las relaciones. El resultado será un mutuo respeto de parte y parte y, sobre todas las cosas, la profunda creencia que solo con la una se puede conservar la otra.
Me estoy refiriendo específicamente a la Junta de Beneficencia de Guayaquil, institución que durante muchísimos años ha ido llevando de la mano y cuidando de su salud a la gran mayoría de la población costeña ecuatoriana.
Los últimos años han significado un desarrollo enorme, pues se han concentrado en crecer para dentro, es decir, fortificarse para poder resistir con mayor éxito las enormes pruebas que día a día le ha ido proponiendo el destino. Este, el destino, ha sido la mayoría de las veces guayaquileño, y las nuevas obras y nuevos triunfos han ido viéndose sucedidos los unos por los otros.
Una inesperada caída fue el antecedente para ir a las instalaciones de la Junta, y sentir en carne propia cuánto bien pueden los ecuatorianos darse los unos a los otros, especialmente presenciar cómo hacen realidad en el diario accionar aquello de caridad en tiempos de guerra y paz.
Sirvan estas sencillas líneas como una demostración de gratitud para tan admirable institución y la inmensa labor ejecutada. Quizás por eso alguien, refiriéndose a la Junta la llamó la Casa de los Brazos Abiertos, por la amplitud de sentimientos siempre demostrada.