Treinta y seis años. Todos los días corría por las calles de Urdesa. Junto con mi amigo Joseba Anzín devorábamos el asfalto. Día tras día y noche tras noche trotábamos hasta morir.
Motivados por nuestra resistencia, nos inscribimos en una carrera promovida por uno de los periódicos matutinos de la ciudad.
Los dieciséis kilómetros de recorrido comenzaban en Escobedo y 9 de Octubre. De ahí, hasta la rotonda, para coger el Malecón hasta la calle Loja, siguiendo por la Julián Coronel y el cementerio, para la Avenida Kennedy y luego pasar por Urdesa y Miraflores y desembocar en la Carlos Julio Arosemena, para cruzar el puente Cinco de Junio y llegar a la calle Esmeraldas, desembocando en la Ave. Gómez Rendón y continuar a la diecisieteava, donde se terminaba la carrera.
Habíamos entrenado a conciencia para el gran día. Durante dos meses, cada noche cubríamos el circuito con facilidad.
Yo por mi parte, había preparado todo un equipo logístico para la carrera. Estaba compuesto por un grupo de amigos e incluía la presencia de cuatro motos con vituallas, agua, etc.
Mi familia había quedado en ver mi pasada por varios puntos de la ruta, siendo el primero de ellos Mi Comisariato en Urdesa.
La carrera era a las ocho a.m., así que Joseba y yo nos reunimos en mi oficina como a las seis de la mañana.
Por ahí apareció un amigo de esos que probablemente no lo son y nos dijo: -¡si han entrenado tanto y corren tan rápido!- -¿Por qué no se dopan un poco?-
Con esa convicción que solo tiene el demonio o alguno de sus delegados; le hicimos caso.
-¿por qué no?- dijimos… -¡a lo mejor corremos más!-
A las siete de la mañana tomamos anfetaminas, seguros de que con nuestra velocidad íbamos a dejar surcos en el pavimento.
A los treinta y cinco minutos comenzó el efecto. Llegamos un cuarto para las ocho a la línea de partida. Parecíamos un par de locomotoras que botaban humo por la boca y sin control alguno por el efecto de las anfetaminas, no cesábamos de brincar, correr y saltar. Estábamos imparables y nuestra fogosidad era la envidia de todos los atletas que para entonces ya se encontraban haciendo ejercicios de calentamiento.
De repente se oyó por un megáfono un anuncio inesperado: -¡por fuerza mayor, la carrera será suspendida hasta las once de la mañana!-
-¡Después del anuncio todos los corredores dejaron de correr!-
Solo Joseba y yo no podíamos dejar de hacerlo.
Durante tres horas y a pesar de los consejos de todo el mundo que nos sentáramos y sin que nadie se explicara el por qué no lo hacíamos, nosotros saltábamos, brincábamos y corríamos como dos locos, ante la mirada atónita de todos los atletas que para ese entonces permanecían sentados descansando en la vereda de la calle 9 de Octubre.
Por fin a las once de la mañana la largada.
Recuerdo que los corredores corrieron como si se tratara de una carrera de cien metros. A la salida, g olpes, insultos, codazos. Vino el disparo de largada y cuando me di cuenta yo estaba al último de todos.
Después de correr tres cuadras, a la altura de la Plaza de San Francisco ya no podía más.
Tenía taquicardia, ahogos, dolor de cabeza y la visión borrosa.
Delante de mí no había ningún corredor, el pelotón había desaparecido. Detrás de mí un policía de la Comisión de Tránsito iba en una moto que con su sirena prendida me decía: -¡oye maleta!- -¡retírate!- -¡vas último!-.
Con mi orgullo lastimado y peleando con el uniformado por sus burlas, hice acopio de mis fuerzas y seguí corriendo.
Al pasar frente al cementerio tenía ganas de vomitar. Mientras corría sentía como que mis zapatos estaban llenos de plomo.
Mi preocupación era no quedar mal con mis hijas, que esperaban el paso airoso de su padre.
Al llegar a las Mercedarias no aguanté más. No me importaba nada, ni siquiera que me vieran y haciendo un último esfuerzo traté de continuar.
Me acuerdo que llegué hasta el parque de Urdesa. No pudiendo más con mi alma ni con mi vida, cogí a mano izquierda y embarcándome en una buseta, llegué a mi casa. Jamás pasé por el Comisariato y mi familia nunca me vio.
El pobre Joseba avanzó hasta el Albán Borja y como se le aflojó el estómago, se metió en un solar vacío donde pasó media hora lidiando con su copiosa diarrea, para terminar aseándose con unas hojas del monte y poder continuar.
Yo por mi parte, ni corto ni perezoso cogí un taxi hasta la calle trece del suburbio en donde terminaba la carrera y me bajé cuatro cuadras antes, para llegar corriendo hasta la meta.
Esta epopeya fue por varios años la burla de mi familia. Hasta ahora cada vez que se acuerdan, me molestan y se ríen.
¡Cómo es la vida chico!… Entre la viveza criolla y la ambición por ser primero, yo mismo me quité la ilusión de correr mi primera competencia.