¡Todos podemos pecar! ¡Somos seres humanos y somos proclives a pecar! ¿Cómo podemos diferenciar entre un ser humano que peca, y un pillo de siete suelas que es agarrado infraganti en el robo?
¡Hay dos formas infalibles para encontrar la diferencia! La una, la insistencia consuetudinaria en el pecado y segundo, la falta de arrepentimiento. ¿Puede un hombre honrado pecar? ¡Por supuesto que SÍ! ¿Puede un hombre honrado ser inducido a pecar? ¡No debería, pero las circunstancias pueden llevarlo a ello, y es allí, donde el justo peca!
¿Cómo se puede distinguir entre un hombre de bien, que es inducido a entrar a una red delictiva y un delincuente común? Una de las formas más fáciles es su reacción ante el castigo, o la pena. Un hombre de bien puede protestar porque sabe que ha sido inducido a obrar mal, y considera injusto cargar con la pena por el mal proceder del delincuente que lo embaucó, pero reconoce la pena y aunque le duela, paga las consecuencias. ¿Cómo actúa el delincuente que urdió la trama delictiva y es descubierto en su delito? Siempre negará y tratará de buscar a quien embarrar, porque piensa que el delito, mientras haya más personas involucradas, nos toca pagar manos a cada uno.
No podemos meter en el mismo saco a un ladrón cínico y a una persona a la que se induce a cometer un ilícito si desea hacer negocio, porque el otro lado no hace negocio, sino negociado, y si te interesa entrar a hacer negocio, tienes que aceptar mis términos. En otras palabras, ¡si te interesa el negocio, tienes que embarrarte!
Hay una palabra que hace la diferencia entre un vulgar delincuente y un hombre inducido a pecar: ¡INTEGRIDAD! El hombre decente, como ya lo hemos dicho, puede pecar, pero al darse cuenta de su pecado, endereza y acepta compensar el daño. El otro, seguirá considerándose “perseguido político”, por haber robado con desfachatez, sin vergüenza y sin arrepentimiento.