22 noviembre, 2024

La liberación homosexual

Lo que está perdiendo al mundo es la agresividad de los movimientos que se han autodenominado igualitarios. El hombre y la mujer, no somos ni podemos ser iguales. Tenemos sexos y funciones diferentes Lo que somos es complementarios. El hombre no es nada sin la mujer y la mujer no es nada sin el hombre.

Aclaro que la homosexualidad es tolerable. Tengo varios amigos y amigas homosexuales y no encuentro nada malo en ellos. Al contrario, son personas respetuosas y adorables en su trato.

Pero, con el término TOLERANCIA, hemos pasado a la irracionabilidad de aceptar la destrucción de lo natural y empezar a buscar “normalidades” aberrantes, que nunca pudieron haber existido, ya que no es factible la reproducción de estas especies. Son especies antinaturales, explicables por afecto, más no por complemento.

La parte más grave es que, con la impotencia de tener que reconocer la realidad, algunos de estos grupos actúan con agresividad contra lo establecido. Tratan de destruir el núcleo de la sociedad, que es la familia, y si fuera posible, también a la raza humana, asesinando al hombre cuando es más débil, cuando está en el vientre materno.

Nosotros, los que nos consideramos cultos, nos rellenamos de peros, de un falso respeto a los demás y basados en ello, permitimos que nos destruyan, que destruyan nuestros principios morales, aceptamos discutir lo indiscutible y permitimos el crecimiento de la incertidumbre y que se piense, aunque sea por un instante, que podemos estar de acuerdo con lo malo, con el asesinato, con la destrucción.

¡Creo que debemos reflexionar! Es necesario defender los principios sin amilanarnos y enfrentar y plantar lo malo e implantar otra vez la moral y los principios.

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He llegado a la conclusión de que no podríamos vivir, cualquiera que fuere nuestra edad , sin cuentos y sin juegos. Vibraba mi espíritu al escuchar en la escuela la heroicidad de Abdón Calderón , quien, sin brazos, aferraba con sus dientes nuestra bandera en el fragor de la batalla final del Pichincha. Juraba repetir su ejemplo si esas mismas circunstancias se me presentaban.

Luego comencé a distinguir entre la realidad y la posibilidad de las cosas y, ya en mi adolescencia, vislumbré que en el país existía una especie de hemiplejia intelectual de la que se aprovechaban políticos e historiadores. Comprendí, incluso, que la historia no había sido narrada – peor interpretada – con sobriedad y aseo mental y que la fantasía había primado sobre la verdad y trascendencia de los hechos. Con el pasar del tiempo, alteré mi particular diagnóstico: la distorsión de la historia no obedecía sólo a razones intelectuales sino principalmente éticas. Respondía a intereses regionales, a las subjetividades y ópticas de sus relatores.

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