La pandemia ha desmantelado el escaso sustento filosófico y académico de las presuntas virtudes del salario mínimo como eje transversal de una efectiva política laboral. La colosal pérdida de empleos, realidad inobjetable, mantendrá una proyección en declinio mientras no exista crecimiento económico. Muchas jornadas de trabajo, aceptadas por las contrapartes y sin interferencia alguna del Gobierno, se establecen hoy al margen de la ley. Se concluye entonces que la razón de ese salario mínimo se ha finalmente rendido ante su carencia de fundamentos y la tétrica situación económica. El Gobierno, alejado de su retórica proteccionista y ya en la práctica, ha dejado de perseguir a los infractores de la ley (patronos) por temor a exigirles cumplimientos en remuneración económica que abocaría más bien en un mayor desempleo. En conclusión, este sobrevalorado salario mínimo en términos de productividad, lejos de evitar abusos patronales y otras arbitrariedades, ha de hecho restado competitividad a la cadena productiva y mermado el interés de industriales por producir localmente.
La competitividad salarial y el equilibrio de fuerzas entre empleadores y empleados jamás se alcanzarán vía absurdos decretos. Si fuera así, un mayor salario mínimo produciría más empleos y más impuestos se convertirían en el motor del crecimiento económico con grandes beneficios para la población. Acabar con el mito del salario mínimo requeriría una nueva Carta Magna; la reducción y eliminación de impuestos solo precisan de decisión política.