Fausto, estudiante de 10mo de Educación General Básica. Alfredo, quien había dejado de estudiar el 10mo el año pasado. Sixto, estudiante de 1ro de Bachillerato General Unificado. Vinicio, quien había desertado en el 8vo año de Educación General Básica en el 2018. Vicente, estudiante de 8vo. Carlos, estudiante de 10mo y Carlos Gustavo, estudiante de primaria. Todos ellos adultos y recibían, cuando se podía, el material educativo preparado por sus tutores, en medio de la pandemia.
Eran estudiantes en situación especial del centro educativo fiscomisional de educación a distancia “Mons. Leonidas Proaño”. Todos ellos -menos Carlos Gustavo-, estaban recluidos en el pabellón de máxima seguridad en el Centro de Reclusión Social de Cotopaxi. Y formaron parte de los 79 reclusos asesinados en los trágicos hechos ocurridos el pasado 23 de febrero en las 3 cárceles más importantes del Ecuador.
No hay duda que estaban allí por algún daño grave que hicieron a la sociedad.
Se podría decir que acudían a “clases” para atenuar la soledad, para obtener rebajas en sus penas, para esquivar la otra “escuela”, la del narcotráfico, la extorsión y el terror que cohabitaba junto a ellos. Pero, también me atrevo a pensar que había entre ellos, otros tantos, que todavía creían en la posibilidad de salir de las profundidades mal y del error a través de la educación.
Fausto, Alfredo, Sixto, Vinicio, Vicente, Carlos, Vicente y Carlos Gustavo cometieron algún tipo de mala acción inexcusable, quizá no les importó el daño que pudieron infligir a sus víctimas, así como tampoco sintieron ningún reparo en atentar contra las prohibiciones morales fundamentales que rigen nuestra sociedad. Victimarios, como los demás, también fueron víctimas de esa misma sociedad que, por un lado, nos escandaliza y, por otro, intenta adormecernos con la indiferencia.
No eran reclusos de VIP como algunos famosos que conocemos. Provenían de estratos socioeconómicos bajos. Muy probablemente mantenían antecedentes de consumo de alcohol y drogas. Si nos atenemos a las estadísticas de la SNAI, pertenecían a la franja de 18 a 30 años en la que está concentrada la mayor población de reclusos en el país. Si esto es así, muchos de ellos eran adultos jóvenes que a muy temprana edad se vieron privados de los derechos más básicos, como el de crecer en una familia, ir a la escuela, tener trabajo y disponer de un lugar dónde vivir dignamente.
Soy educador, pero no creo que la educación por sí sola va a solucionar los principales problemas de la crisis carcelaria que nos estremeció en días pasados.
Es necesario, que las leyes aseguren un verdadero control de los recintos penitenciarios. Es impensable que el control real lo estén ejerciendo los propios internos a su propia manera.
Resulta urgente que se ofrezca un acompañamiento psicológico a los sujetos privados de la libertad. La tortura, crueldad y la saña individual y de grupo solo se explica desde una psiquis enferma, inestable y alterada.
Es hora que se apliquen programas de restauración y reinserción social. Existe poca información sobre la vida que llevan las personas luego de cumplida la sentencia y casi ninguna iniciativa para afrontar la realidad a la que se ven arrojados cuando salen en libertad o prelibertad. Lo cierto es que en su mayoría saltan a la calle desprovistos de las herramientas para integrarse al mundo laboral, más bien por el contrario, salen con mayores conocimientos para delinquir.
Hay que poner sobre la mesa de las políticas públicas el derecho a la educación en las cárceles, a través de equipos conformados por abogados, psicólogos, promotores sociales, médicos y educadores. En cada centro de reclusión social debe haber un centro educativo y una biblioteca en las que las personas privadas de libertad puedan leer, imaginarse a sí mismos “a lo bien” y preguntarse por el verdadero sentido de sus vidas.
No los olvidemos, 79 reclusos, entre ellos 7 estudiantes, asesinados por sus compañeros de encierro de forma atroz. El daño que entre ellos se han hecho es irreparable. Pero también quizá, el daño lo estamos haciendo tú y yo, con nuestra indiferencia, con nuestro selectivo olvido.