El Estado no crea empleos, pero el Gobierno debe ser el eje de políticas públicas para que la empresa privada lo haga gracias a la reducción de impuestos, eliminación de burocracia estatal y subsidios, liberalización comercial y el establecimiento de seguridad jurídica. Cualquier giro positivo que pudiera gestarse será de corto plazo sin que tengamos una nueva Carta Magna y se efectúen radicales modificaciones en leyes laborales. Indispensable será el combate a la corrupción, pero insuficiente a menos que el imperio de la ley y una plena institucionalidad coexistan armoniosamente. Junto con otras políticas de apertura financiera y competitividad las tasas de interés se derrumbarían, atrayendo inversión extranjera y generando prospección en muchos ámbitos.
Está comprobado que a mayor intervención del Estado en la economía, peor los resultados en productividad. El problema radica en que la gente, acostumbrada a las anacrónicas inmediateces del populismo, demanda respuestas y soluciones a sus carencias, pero es reacia a aceptar condicionamientos de previa austeridad y razonables tiempos de espera para que las medidas surtan efecto.
Parecería utópico gobernar con la razón y desde la institucionalidad, inexistentes por desconfianza estructural y la preferencia por regir a través de relaciones sociales y aleatorias alianzas de corto plazo. El cambio es posible, pero requiere liderazgo para sostener la palabra empeñada y promover fuerzas competitivas por un bien mayor mientras se aguanta la embestida del anarquismo.