Cien días pueden ser pocos o muchos, pero marcan la tendencia de un nuevo régimen cuyo único vocero es el propio Presidente. Ninguno de sus ministros tiene peso político, tampoco ideológico, volviéndolos individualmente responsables solo ante el mandatario y su visión del futuro. Más allá de si es bueno o malo, la realidad es que por lo pronto no ha aparecido quien en el ejercicio gubernamental sea un claro portaestandarte de todo aquello que Lasso pregona como ideario filosófico o hasta práctico.
El mandatario sigue un instinto desactivador de conflictos con la pretensión de esquivar a todos aquellos detractores que intentan minar la esperanza depositada en él en las urnas. Sus opositores políticos valen muy poco individualmente, pero juntos representan un arma coercitiva por la que más temprano que tarde se verá forzado a enfrentarlos a través de una consulta popular que contrarreste su falta de fuerza legislativa.
Lasso se mantiene por ahora a sí mismo, como siempre lo quiso. Esa es su esencia y procurará perseverar en dicha estrategia. Sin embargo, el país necesita experimentar cambios ya, en el corto plazo, con una perspectiva de que lo que nos espera sea realmente mejor. La disconformidad de los votantes se apreciará notablemente cuando intente imprimir velocidad a sus reformas si es que en paralelo no se establecen salvaguardias prácticas que procuren un verdadero funcionamiento institucional. Sin duda estamos mejor, pero no es suficiente. Podríamos haber estado peor, pero aquello es solo pasado.
No se vislumbra claramente el efecto Lasso en la población? En todo caso, qué ganancia, aunque sea ínfima pero esperanzadora, ha tenido el país en estos primeros 100 días?