Un villancico para Santa Claus, también conocido como Papá Noel, el que más me gusta de todos, quizá por el tono de la melodía que le da un carácter más de aquí que de otro lado. Me lleva a nuestros parajes andinos, para mí, más bellos que los demás nevados que hay en otras partes del mundo.
Me gusta tanto esta canción, sobre todo, cuando le pedimos al niñito que no llore, y que, si lo he ofendido, le pido perdón. El “Santa” a quien dirijo este escrito, es un señor bajito, medio panzón; no va de rojo, viste de negro, tiene el pelo blanco y lleva un sombrero.
Cuando canto este villancico, mi mente vuela hacía el pesebre de mi imaginación que no queda precisamente en Belén, sino que está en alguna montaña de la sierra, tal vez en Pallatanga, camino al Chimborazo, o cerca de la laguna de Colta. Pienso en los pastorcitos con la ropa típica, el poncho y las alpargatas, muertos de frío, pero al abrigo de la esperanza, cantándole a Dios, como cuando en el mercado, acá en el Guayas, decían “patroncita”: “no llores mi niño, no llores mi Dios…” e imagino al ángel meciendo la cuna, tratando de calmar al niño, ya que está solo, con frío y con hambre en el pesebre.
El villancico no dice que con Él están sus padres. Nada más llama a los pastorcitos, para que lleguen a abrigarlo, pues la noche es fría y empieza a llorar.
Imagino que el “Santa” que va a ese pesebre de las montañas, es Don Evaristo, icónico personaje, y quien lleva la carroza es una oveja lanudita de la sierra.
Don Evaristo y su oveja van con mucha prisa, sorteando los derrumbes, y se tardan mucho, ya que han tenido que regresarse de la vía Molleturo que sigue interrumpida por los derrumbes. Se van por la antigua carretera; van a pasar por Cuenca recogiendo canastas de motepillo, fritada y cuy, que darán como ofrenda al niño, para luego continuar el ascenso por la sierra ecuatoriana.
Un lucero espectacular será su GPS, y desde el bello cielo estrellado de Quito los guiará en su camino para llegar al pesebre.
El hada madrina es la neblina, es tremenda y complicada, y retrasa a Santa, también a los pastores, quienes corren hacia el pesebre, para abrigar al niño. Y los duendecitos son unos niños, indiecitos de mi tierra, que van con sus sombreritos que les tapan las orejas, bien arropados bajo sus ponchos, chapuditos con sus cachetes rojos, con un rondador bajo el brazo, brincando, sorteando los charcos de lodo para no resbalar y caer.
Llegan al portal de la montaña y arropan al niño, el Guagua Pichincha, lo dejan como niño envuelto, mientras la mama Tungurahua y el taita Cotopaxi, los miran con gratitud, desde sus imponentes picos.
Toda esta historia pasa por mi mente, cuando el pianista, de cada cena navideña en familia, toca Claveles y rosas, ya que he dado la voz de que paren de hablar sobre política y Covid, temas extraños a la Navidad y ya es hora de cantar un villancico, recordando el sentido de esta fiesta, albergar en nuestro corazón al amado pequeño, al niño Jesús.
Entonces todos cantan y acompañan con las palmas, sonando también las panderetas y dejando en el hogar un recuerdo alegre, adornado con el olor a vainilla, pavo y chocolate, de los platos que están servidos en la mesa. “Claveles y rosas, la cuna adornad, en tanto que el ángel meciéndole está. No llores mi guagua, no llores mi Dios, si te he ofendido, te pido perdón… Al guagua pastores venid a arropar, que la noche es fría y empieza a llorar. Mama Tungurahua, en camino está, y taita Cotopaxi, pronto llegará…”