Existe una íntima conexión entre la excelencia escolar y el rigor académico. Sabemos que las instituciones educativas más prestigiosas, las mejores a nivel nacional e internacional, son rigurosas.
Empecemos por aclarar lo que no es rigor académico. Rigor académico no significa profesor mal genio, ni gritón, ni intransigente, peor autoritario o agrio. Esto no es rigor académico sino incapacidad pedagógica.
La excelencia escolar a través del rigor académico consiste en proponer metas cada vez más altas, hacer que los alumnos las acepten gustosos y exigir que se cumplan.
Entendemos por metas más altas, no sólo la fijación conceptual de ese conocimiento frió y metódico de una ciencia o disciplina, sino el despertar de un deber moral en los alumnos respecto de su comunidad, como un acopio de herramientas que servirán para corregir las deficiencias, que la oprimen y retrasan. Además, crearles el convencimiento que todo se puede perfeccionar e incentivarlos a ser cada vez mejores. Plantear objetivos muy por encima del promedio y convencerlos que son capaces de lograrlos.
Para que los jóvenes acepten con convicción esas metas e ideales, la enseñanza ha de acrisolarse académica y metodológicamente, a través del diálogo que explique con sinceridad el porque de la exigencia. Debemos ser tan rigurosos cuanto convenga, con tal de no ser injustos. El santo y sabio Hermano Miguel decía: «Quiero valerme de todos los medios para hacer agradable a los niños lo que de ellos exijo».
Entonces, y sólo entonces, el maestro puede y debe exigir un alto rendimiento, el cual brillará de nociones y conceptos científicos, pero también de convicciones humanitarias y responsabilidad práctica.
Por otra parte, si la educación es factor importante y determinante en la conducta y desarrollo comunitario, no lo es menos el instructor profesional, quien tiene que exigirse a si mismo el mayor rendimiento a través de su capacitación permanente. Es una obligación ineludible la renovación de conocimientos y la actualización tendientes a facilitar el camino del proceso enseñanza-aprendizaje. Me es imperativo citar nuevamente al insigne maestro, el santo Hermano Miguel: «Si enseñará aún otros veinte años las mismas cosas, siempre procuraría enseñarlas mejor».
Preparado así, a conciencia, tendrá la autoridad moral para exigir mayor rendimiento de sus educandos. Su vocación pedagógica se transparentará más nítidamente en su lenguaje actualizado, fácil de asimilar, y demandará un compromiso de ellos.
Por supuesto que esto es difícil y más difícil se torna cuando el educador tiene que lidiar con normas reglamentarias que favorecen el facilismo. Esto exige al profesor trabajar mucho más, lo que demanda sacrificio. Pero ¿se puede concebir apostolado sin sacrificio?
Si bien llevar a los estudiantes a cubrir objetivos cada vez más altos es tarea complicada, no podemos menos que proclamar lo satisfactorio que resulta constatar el beneficio prodigado a ellos. AI hablar de rigor académico, este se aplica siempre en bien de los alumnos, ellos -según lo hacen saber en pláticas de amigos- lo anhelan, lo reconocen y lo agradecen.
Sería conveniente que los ministros de educación leyeran este artículo.