21 noviembre, 2024

El hijo amado

Con el pasar de los años las personas, no todas obviamente, se endurecen un poco. Con lo que quiero decir, que dejan de manifestar sus emociones de manera espontánea o inclusive de experimentarlas con libertad y a sus anchas. Tal vez esto ocurre por el convencionalismo social. Hay que madurar, y madurar implica mostrarnos sobrios en toda circunstancia, no armar un escándalo ni por amor ni por pena; sonreír sin exagerar ante una alegría o derramar en silencio lágrimas serenas ante el dolor. 

En todo caso, no extralimitarse. 

Pero hay un sentimiento que por más que nos obligue la etiqueta social, o la madurez de los años, no ponemos reprimir, el amor hacia los hijos. Al verlos felices nos invade la alegría y el verlos tristes nos enferma el dolor, o mínimo no angustia de impotencia. Bueno, lo digo como mamá y es eso lo que suelo experimentar, aunque me repita una y mil veces, que no son míos, son de la vida y que ellos tienen que vivir sus propias experiencias. 

Cada hijo es un mundo aparte, y de cada uno, sus padres podrían escribir una novela completa, contando anécdotas, chistes, primeros pasos, tareas mal hechas o medallas. 

En mi caso, esta vez le toca el turno a mi segundo hijo, el único varón, por cierto, rey en medio de tres hermanas. 

El hijo amado, al que vi derramar lágrimas que trató de ocultar un día, mientras bailábamos y cantábamos, en un matrimonio, una canción que resume mi vida matrimonial: “Nada de esto fue un error”. 

Mi hijo ya es un hombre, pero cuando niño, era muy unido a mí. Me acompañaba a diario El Telégrafo los fines de semana, cuando yo iba a armar el “machote” del suplemento “Salud y Medicina”, que dirigía y realizaba en esa época. Caminábamos por la calle Boyacá sin miedo alguno, cuando la ciudad era, pese a cualquier imprevisto, una ciudad segura. 

Mi hijito usaba una gorra de baseball y se la ponía al revés. 

A veces, al volver, ya estaba cansado de caminar, porque eran más de veinte cuadras, hasta llegar a la casa. Me tocaba cargarlo por tramos. Era gordito y pesaba, pero su compañía era lo más confortable para mí. 

A veces parábamos en tiendas para hacer compras o simplemente a mirar vitrinas. 

Recuerdo que cuando estaba embarazada de él, leí la vida del padre Damián De Veuster, al apóstol de los leprosos de Molokai. Pienso que tal vez por eso, el niño creció como un modelo de virtud en muchos aspectos. En su adolescencia se hizo devoto de San Francisco de Asís y tuvo su época en que quería ser hermano franciscano. Hasta que un día en Quito, vio como caminaba descalzo uno de ellos, por las frías calles de piedra, y me dijo: creo que esto no es lo mío

Ahora, ya en la vida adulta, cultiva la filosofía. Cuando miro sus ojos, oscuros y profundos, solo puedo ver nobleza, bondad y confianza. Es tan bueno que no hay palabras precisas con las que yo pueda describirlo, no quiero decir que no tenga defectos. Solo que sus virtudes son mayores. 

Quiso ser poeta un día, pero optó por ser médico, y lo es, muy acertado. Sobre mi embarazo puedo decir que fue el mejor de todos, ya que con las niñas pasé muchos estragos. El niño nació lleno de pelos, tanto que parecía un monito, y su abuelo paterno lo bautizó con ese sobrenombre, con el que hasta ahora lo llamamos de cariño. 

La primera vez en la vida que lo reté y lo dejé castigado en su habitación (creo que sin ningún motivo sensato) cuando volví lo encontré bañado en sudor, respirando mal, con un acceso de asma. Desde ahí supe que hice mal, muy mal, era muy chiquito y no entendió por qué su mamá, que tanto lo amaba, lo había dejado encerrado en su habitación y había salido con su hermana. Lo encontré sentadito en el mismo lugar que lo dejé, ahogándose, esa imagen que no se borra de mi memoria y por la que le pido perdón una y mil veces. 

Así que, mamás del mundo, no lo hagan. No reten ni castiguen a sus hijos de esa manera. Siempre hay alternativas como conversar, explicar o corregir con amor, no con la impulsividad del momento. 

Me porté mal con mi hijito, y él en su bondadoso corazón no lo entendía… Han pasado los años, y seguimos llevando una buena relación madre-hijo. Él ya casado, con una chica maravillosa que es una hija más para mí, no deja de ser mi monito bello, mi hijo amado. 

En los últimos meses, cuando me ha tocado afrontar o, mejor dicho, aceptar duras pruebas de la vida, ha sido él quien me acompañó cada vez. 

Seis quimios, seis días de tenerlo junto a mí; a veces en silencio, a veces los dos dormidos, a veces conversando, pero él ahí, hasta el final. Será lo que extrañaré de ahora en adelante… esas citas con mi hijo, para recuperar la salud. Tal vez por tenerlo a mi lado, cada vez fue más fácil, y yo sentía tanta felicidad. 

Cuando me han dado mis crisis de llanto o ansiedad, viene a verme, y cuando tuve que ir al hospital me acompañó también. Hace reuniones para divertirnos en familia y ayudarme a salir de esto con más ánimo y alegría. Todos lo hacen, mis hijos y mi familia son lo más bello y grandioso que tengo, pero este relato es para él, por eso realzo sus hazañas. 

Y cuando en mis delirios he apretado su mano diciendo que tengo miedo a morir, él serenamente me mira y contesta: “Memento mori”, mami. “Memento mori” es un dictum latino que significa literalmente “recuerda que morirás”. Esta frase se empleaba para recordarle a un militar triunfante de cualquier evento bélico que no fuese soberbio, pues la condición mortal es inevitable, es para todos. 

Y no es que yo vaya a morir ahora, o al menos no es lo esperado. Pero esa es la condición básica de la vida. Y mi hijo lo dice así, como si nada, como lo diría un ángel o un santo. 

Mientras tenía pensado escribir este relato, veía por Netflix la serie “Mi otra yo”, recomendada, por cierto. En la cual, tres amigas participan en una sesión de terapia en un pueblo costero de Turquía y aprenden a superar un trauma no resuelto relacionado con el pasado de sus familias. Mi otra yo nos presenta a estas tres amigas, Ada, Sevgi y Leyla, cuya amistad se fortaleció con el pasar de los años y se han dado siempre un apoyo incondicional. Ada es una cirujana de éxito, Sevgi una abogada y Leyla, que no terminó sus estudios de sicología, vive aparentemente feliz con su marido y su hijo. Reciben una terrible noticia: a Sevgi le diagnostican cáncer. El proceso para tratar de curarse es duro, pero las tres amigas se vuelven inseparables e incondicionales para animarla a superarlo. Pero Sevgi, no solo quiere el tratamiento médico convencional; está dispuesta a probar otros métodos. Por eso se va a vivir a Ayvalik para encontrar a un hombre llamado Zaman, quien lleva a cabo sesiones de constelación familiar. 

Esta historia, entre cómica, tierna y romántica, pero de amistad al fin, es interpretada por Ada (Tuba Büyüküstün), Sevgi (Boncuk Yılmaz) y Leyla (Seda Bakan) y nos dice, al fin de cuentas, que hay lazos entre amigos que son más fuertes que con la familia, pero hay nexos que con la familia, por muy lejana que haya quedado, deben ser sanados. 

Completan el reparto Murat Boz (Toprak), FiratTanış (Zaman, el sanador), Rıza Kocaoğlu (Fiko) el novio y luego esposo de Sevgi y Serkan Altunorak (Selim), entre otros actores y actrices turcos. 

¿Y qué tiene que ver “Mi otra yo” con todo lo que aquí he contado? Pienso que mucho. Comenzando que he comprendido que en la sanación de una persona no se contraponen las terapias, mientras sean realizadas con personas capacitadas y auténticas. En nuestro caso, la alergia o el asma es una condición que se da en varios miembros de la familia, y tal vez hacer una constelación familiar nos lleve al punto clave del asunto. Y en cuanto al cáncer, aunque es más que una enfermedad grave, una enfermedad estigmatizada, también tiene su fondo en problemas emocionales o traumas no resueltos, que deben profundizarse y sanarse a cabalidad, más allá del tratamiento médico convencional. Que en la actualidad ha mejorado tanto que es posible hablar de pronósticos con éxito. 

En todo caso, en la serie “Mi otra yo” es el amor el motivador de todo, sea para reparar los daños ancestrales o mejorar el futuro, tal cual la vida misma, tal cual el amor que un hijo puede dar a su madre o una madre a su hijo. Porque más que la medicina, lo que realmente sana es el amor. Sin olvidar que ese amor trasciende el tiempo y el espacio que ocupamos ahora, por eso la importancia de agradecer a nuestros antepasados lo que hicieron ellos, pues lo hicieron como pudieron en el momento que les tocó vivir, y por ellos estamos aquí ahora. 

Al morir trascendemos a un mundo espiritual, es lo que nos dice la serie. Pienso que ese espíritu podemos cultivarlo desde el presente, y con el solo hecho de amar sin medida, estaremos sanando generaciones enteras… Gracias hijo por esos días inolvidables junto a ti, a donde lo que pudo haber sido traumático o doloroso, fue maravilloso e inolvidable, ¡y hasta feliz! Gracias por el amor, gracias. 

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2 comentarios

  1. Son momentos de vida dulcemente amargos pero que son para fortalecer nuestra vida y muchas veces para recapacitar y hacer un ajuste de tuercas.
    Gracias por compartir .

  2. Lindo relato @Karynaarteaga, muy sentimental, tierno y real. Me has hecho meditar sobre lo que fui, lo que soy y mi familia, tengo 83 años, pero al contrario de ser duro me he vuelto muy sentimental con las emociones buenas y malas se me hace un nudo en la garganta y no solo acerca de mi familia sino de los demás, de la pobre gente que no tuvo o no supo aprovechar las oportunidades de la vida. Cierto que el amor a los hijos es hermoso, somos orgullosos de sus triunfos, pero mucho más es el amor y la ternura hacia los nietos, amo inmensamente a mis cinco nietos, ya son grandes tres varones y dos mujercitas, el mayor 30 y el menor 21, cuatro ya son profesionales, el menor en camino de serlo. Le pido a Dios que les ayude para que sean tan felices como yo lo he sido.
    Saludos @Karynaarteaga, gracias por compartir tus emociones, que el Señor te siga bendiciendo.
    Germán Yépez Espinosa
    Almirante (s/p) Rotario EGD CR de Guayaquil Occidente

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