Era 2015 y Nebot aún poseía convocatoria de masas, tanto por su condición de líder, irónicamente de una pretendida derecha, como por la de alcalde con un presuntamente exitoso, aunque no auditable, modelo de gestión.
Correa, entonces políticamente alicaído, solo precisaba de una estocada final del otrora popular burgomaestre, frente a millares de porteños en la 9 de Octubre, para materializar su defenestramiento. Nebot tenía ese poder, pero solo fustigó con exquisito verbo de barricada al dictador y se limitó a encauzar la constitucional terminación de su mandato para una posterior rendición de cuentas. Fue la primera expresión pública de un vigente pacto por el cual Nebot probablemente no demandará un trato similar para Lasso, siendo igual poco factible que las administraciones socialcristianas sean fiscalizadas una vez fenecido su último mandato municipal en Guayaquil. De cualquier manera, su cuarto de hora de autoridad ideológica cumplió un ciclo en el que sus contubernios y componendas enterraron finalmente su aparente credibilidad en medio de una realidad: los capos políticos marginaron sistémicamente a los estadistas del radar electoral.
Una profunda crisis de valores atestigua, evidencias aparte, otra reflexión nacional: la gente decente rehúye a la política y los políticos no son gente decente. Así, mientras el país no cuente con un caudal de ciudadanos probos, capaces y dispuestos a participar en comicios, aquel anhelado futuro promisorio continuará políticamente supeditado a un expectante nuevo Yerovi.
Dicen que las oportunidades no se presentan 2 veces. Jaime Nebot estuvo listo para ser presidente en la elección pasada, tenía el apoyo de la Costa y habría logrado el de la Sierra con una campaña puerta a puerta. Lasso tenía menos popularidad, pero no se atrevió a otra derrota. Y el que no arriesga no gana. Perdió Nebot y perdió el país, Gonzalo Antonio.