“Lo que el mundo moderno necesita, más que métodos perfeccionados de producción, es una serie de ideas y valores congruentes entre sí, en lo que todos sus miembros puedan participar”. – Ralph Linton
Cultura es una palabra que ha sufrido muchos altibajos, desde que Marco Tulio Cicerón la usura por vez primera en su “Disputas Tusculanas”, escritas, al parecer, dos años antes de su muerte en 43 a.C. Entonces habló de la “Cultura animi”, la cultura del alma. O, mejor dicho, el cultivo de lo humano en su mayor expresión espiritual, mediante la superación de los vicios y su transformación en serios y profundos valores humanísticos…
La referencia social válida era, ciento por ciento, en la aspiración ciceroniana, el individuo, el ser humano capaz de transformarse a través del cultivo de sí mismo en algo superior. Pues que “la consciencia de una vida ordenada – escribió Cicerón alguna vez- y el recuerdo de muchos hechos ejecutados debidamente es lo más agradable”. Algo que podía suceder, incluso, en el contexto de una comunidad viciada en un disparatado inhumanismo.
La evolución del significado de cultura, en tanto tiempo de usarla, ha variado mucho. En algún momento pasó a ser conocimiento. Eso de estar informado, por ejemplo, sobre algún tema científico, económico, social era una especie de crédito para el reconocimiento de tener cultura, de ser culto. Algo preponderante para obtener cierta ubicación en el estatus de las alternativas de la sociedad. Pero la cultura también resulta ser sinónimo de instrucción.
Cumplir con la escolaridad básica, secundaria y rematar con una carrera universitaria, no ha dejado de ser hasta hoy la típica y aplaudida presencia cultural. Los títulos, los certificados, los diplomas están siempre a la mano…O prendidos en las paredes de la sala de reunión de algunas casas. Cultura, sin embargo, al margen de los diccionarios es algo que está más allá de un simple reconocimiento valorativo de las cosas