Alguna vez, hace muchos años, escuche a una educadora decir que: “No hay malas palabras, sino palabras mal escuchadas”
Eran otros tiempos.
Recién casados, íbamos al mercado Sur, a realizar las compras de las legumbres, frutas y las gallinas en pie (vivas) que las tenían en una carretillas, martes, jueves o sábados…
Por algún motivo que desconozco, dos placeras, de ellas empezaron a insultarse, aprendí “sin querer queriendo”, algunas malas palabras que jamás había escuchado, pero nada pasó entre ellas, hasta que alguna le dijo a la otra “¡ignorante!”, eso sí le dolió más que todos los insultos anteriores, entonces empezaron a pelear entre ellas, agarrándose de los pelos, hasta que una de ellas cayó al suelo.
Cuando vivía en el Centro y trabajaba en el Centro, iba y venía a pie a la casa desde el trabajo, por la Av. 9 de Octubre. Las mujeres de a pie, que caminaban por ella, tenían un feroz vocabulario, cuando se referían sobre sus maridos, con la compañera que la acompañaba. Era lo normal, pero la gente poco a poco se fue corrigiendo y su vocabulario mejoró.
Estaba escribiendo estas líneas en mi lugar de encuentro y tres sujetos “de a pie” se bajaron de su vehículo y uno de ellos se detuvo. Conversaba con algún amigo y se refería a un tercero, que no le había depositado $10.000 dólares en su cuenta corriente. Sus malas palabras de grueso calibre se oían a 10 metros de distancia.
Siguieron caminando e ingresaron al lugar donde me encontraba, se sentaron en una mesa no muy lejana a la mía y el fulano, siguió hablando con otro sujeto sobre aquel dinero y a grito en cuello emitía malas y peores palabras, mientras hablaba por el celular. Por fortuna, sólo yo me encontraba ahí y de vez en cuando le dirigía la mirada, como quien observa a un niño malcriado.
Cómo es posible que en una cafetería de buen nivel, lleguen este tipo de sujetos a expresarse de esa manera y a voz en cuello.
Es una cafetería a la que llegan señores, jóvenes y mamás con niños, que por suerte no estuvieron presentes, por cuanto ahí si, me hubiera dirigido al sujeto y le llamaba la atención, con consecuencias negativas para mi persona supongo. Los dos amigos que lo acompañaron, nunca hablaron, sólo lo escuchaban, queriendo quizás conocer del destino de esos $10.000 dólares.
Las malas palabras, hoy en día se han generalizado. Hay mujeres cuyo metal de voz, cuando las pronuncian, se las oyen agradables, pero jamás de las de grueso calibre, por supuesto. A las mujeres guayaquileñas,no les queda bien, cuando las pronuncian, se las oye groseras, aún cuando no sean malas palabras, por cuanto decirlas es un don, que quienes las pronuncian, a nadie ofenden.
“Pasan cantando”, como decíamos de niños.
En mi casa, mi abuela, no aceptaba, ni un “ajo». Así nos criaban en esas épocas.