La principal misión de la escuela es transmitir la cultura, entendida ésta como el acopio de conocimientos, creencias, costumbres, instituciones y formas de estar en el mundo que sirven para dar sentido a la vida de sus miembros. Esta actividad no puede ser neutral, porque debe apropiarse de criterios para seleccionar los mejores contenidos que considera relevantes para nutrir a ese constructo, que llamamos “cultura”. En ese intento, las generaciones educadoras recientes debemos hacernos una sanadora autocrítica y fijarnos en lo que más hemos fallado.
- Con la intención de darles la mejor escuela a los educandos les llevamos el televisor al aula, luego proyectores de láminas de acetato y fotografías, luego aparatos más avanzados que reproducían imágenes y sonidos. En las dos últimas décadas la escuela se vio invadida de computadoras de todo tamaño, celulares, cámaras y todo tipo de artilugio que va dictando la moda de la enseñanza. Al mismo tiempo, las escuelas y las familias se dejaban llevar por la necesidad de hacer que los estudiantes, desde los más tiernos años, accedan a otros idiomas -inglés preferentemente-, ser hábiles en deportes y también en el arte. Una escuela que no tenga ese perfil era considerada como de baja calidad y degradada inmediatamente. El aula de clase se volvió antinatural, primaba la imagen y el efecto tecnológico a tal extremo, que hoy muchos niños nunca han tocado las plumas de una gallina, visto el tamaño de una vaca, cosechado y comido una hortaliza, o trepado a un árbol.
- Creo que, con buena intención, pero en ese vertiginoso camino, nos olvidamos que los niños necesitaban tiempo para vivir su infancia: jugar, inventar, correr riesgos y encantarse con la vida. Hoy vemos con alarma en niños, jóvenes -y hasta adultos- que algunas cualidades como la creatividad, el equilibrio emocional, la osadía, la seguridad en sí mismo, la fortaleza física y afectiva ha dependido en gran medida de cómo eran registradas en la mente y en el corazón esas cualidades desde la más tierna infancia. No comprendimos que los juguetes tecnológicos, el internet, el exceso de actividades, el mundo artificial que pusimos a sus pies, se tragaban lo primordial: el tiempo infantil de los niños. Y ello nos está cobrando un altísimo precio. Por ejemplo, esperábamos que en el siglo XXI la mayoría de los jóvenes fueran solidarios, emprendedores, les guste aprender, puedan pensar y reflexionar para decidir mejor. Lo que sí es cierto, es que muchos viven aislados, no tienen expectativas de futuro, no tienen la fortaleza para afrontar las adversidades, no tienen un proyecto de vida.
- Pensábamos que aprender uno o varios idiomas, practicar varios deportes o asistir a cursos de arte les resolvería la vida, se volverían más sociables. Lo que sí es cierto es que les creamos un pequeño mundo, el que el otro es un extraño, en el que nos sentimos extraños. Por eso, hoy es raro ver que los maestros conozcan bastante bien a sus alumnos. Los docentes estamos a menudo escondidos, detrás de computadoras, pegados a un celular, ensimismados en cumplir el currículo.
- En la escuela les hemos enseñado a resolver problemas matemáticos, a realizar experimentos de química y física y hasta programar modelos hipotéticos sobre la realidad, pero no les hemos enseñado a lidiar con sus miedos, sus contradicciones y fracasos. Les hemos enseñado de todo, menos a ser felices. Les hemos dicho cómo resolver todo, menos sus grandes conflictos existenciales. Los hemos preparado para acertar, los hemos entrenado para el éxito. Pero, la vida está llena de irresolubles, de cálculos inexactos, de resultados aproximados y de ensayos que nos arrojan frecuentes decepciones. Parecería que la sabiduría ha caído vencida a punta de golpes del producto, lo cuantificable, el rendimiento económico y la tecnología.
- Hoy estamos a dos o tres clics de información casi infinita. Pero, muy pocos saben qué hacer con ella. Rara vez usamos esa información para ser mejores o para expandir nuestra calidad de vida. Tenemos tanta información y muy escaso el sosiego. Pegados a una portátil o un celular muchos de ellos nos ven como máquinas de trabajar y, muchos de nosotros a ellos, como máquinas de aprender. La escuela pareciera que ya no forma, solo informa. En el mejor de los casos, los jóvenes están bien informados, saben en qué mundo están, pero saben poco o casi nada del mundo que son.
- Cada vez resulta más frecuente ver a niños en el psicólogo por trastornos emocionales y déficit de atención, a adolescentes por síndromes de pánico, agresividad y ansiedad. Cada vez son más los jóvenes que consumen drogas duras…pareciera que existe una nefasta relación entre la mala calidad de la educación y el repunte de la psiquiatría.
Estos son algunos de los aspectos que más me impresionan a la hora de hacer -de hacernos- una autocrítica a la escuela. Y, como expuse en las primeras líneas de este artículo, la escuela transmite la cultura, pero también aprende y en esa misión se corrige, se transforma, se sana, se libera y se ilusiona.
Muy buena reflexión.Agregaría dos aspectos centrales, a mi juicio: 1) la pérdida de autoridad que hemos sufrido los docentes en las aulas en esta transformación de la enseñanza y, 2) la desafección de las familias en los procesos formativos de sus hijos y la desconfianza en los centros educativos donde deciden educarlos.