La Solemnidad del Corpus Christi que recordamos este domingo es una celebración religiosa de la Iglesia Católica en honor a la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía. Fue establecida por el obispo de Lieja (Bélgica) en 1246 por sugerencia de santa Juliana de Mont Cornillon, pero en 1264 el papa Urbano IV publicó la bula Transiturus de hoc mundo, instituyéndola en todo el territorio cristiano. Santo Tomás de Aquino, a pedido del mismo papa, compuso algunos de los cánticos y oraciones que seguimos proclamando.
El pasaje del evangelio de san Juan de este domingo, es parte del famoso discurso del Pan de Vida que está en el capítulo 6, donde Jesús proclama que “si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros”, provocando gran alboroto entre todos los presentes, incluido sus propios apóstoles.
Pensemos por un momento cómo habrá sido la mentalidad de la época. Aquellos judíos estaban acostumbrados a no comer la sangre de ningún animal, pues estaba prohibido por el mismo Dios. En la sangre se encontraba el espíritu que daba vida (Deuteronomio 12, 23). Son 613 preceptos que aún hoy observan los judíos, y la carne de res debía ser sacrificada de una manera específica por un sacerdote. Por tanto, tomar la sangre de un ser humano y cometer canibalismo era algo realmente incomprensible. Pero Jesús es categórico.
La cumbre de nuestra fe es la real presencia de Jesús en ese pedazo de pan que a simple vista es insignificante. Dios no solo se hizo hombre, sino que se hace pan, pan vivo, para que todo el que crea en Él no muera sino que tenga vida eterna (Jn. 3, 16). Es el milagro por antonomasia, expresión máxima del milagro de Amor. El Dios que creó el cielo y la tierra, que lo puede todo, que lo renueva todo, se recluye en una porción de pan para que tú y yo lo comamos, lo mastiquemos, lo traguemos y nosotros seamos uno junto con Él.
San Juan Pablo II en su teología del cuerpo nos enseña que “la Eucaristía es el sacramento del Novio y de la novia”. El Novio es Jesús, su novia es la Iglesia. Es la unión perfecta que la escritura nos recuerda cuando san Pablo proclama: “Gran misterio es este”. El Cardenal Joseph Ratzinger -en ese entonces Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe- también lo intuye así en su libro Teología de la liturgia, al decir que la eucaristía “corresponde a la unión del hombre y de la mujer en el matrimonio. Así como se convierten en «una sola carne», así en la comunión, todos nos convertimos en «un solo espíritu», una sola persona, con Cristo.”
La eucaristía es la gracia gratuita a la que podemos acceder diariamente, porque Dios mismo lo desea. No desperdiciemos la oportunidad de encontrarnos diariamente con nuestro Creador y de adorarlo. ¡Si entendiéramos la maravilla que se esconde ante nuestros ojos recurriríamos sin pensarlo al altar más cercano a postrarnos ante su presencia real y poderosa!
Es triste que se nos niegue la sangre de Cristo en la Comunión. Jesús lo estableció indicando incluso que sea en 2 momentos. El pan se repartió en la cena y el vino al terminar esta. Jesús sabía que en el cuerpo o la sangre se contenían las 2 especies sin embargo fue muy preciso en sus instrucciones. Los primeros 300 años de la Iglesia así se hizo. Después llegaron las interpretaciones que cuestionan el mandato directo de Jesús. Ojalá los obispos recapaciten ya que ellos son los que pueden devolvernos este maravilloso beneficio.