“Dijo Caín a Abel, su hermano: << Vamos al campo >> Y cuando estuvieron en el campo, se alzó Caín contra Abel, su hermano, y le mató.”, Génesis, 4,8.
Al parecer, la aspiración continua de la humanidad es la paz. Pero la violencia, ha sido su permanente destino. Entre las dos guerras mundiales (1914-1945), millones de personas civiles, incluidos mujeres y niños, fueron fríamente asesinados por la demencia de los intereses políticos. A favor, por supuesto, de las industrias de las armas y los grandes negocios de la economía financiera internacional.
Pero la violencia no solo está en el homicidio organizado de la guerra… En la diaria subsistencia el crimen de la violencia ¡también está integrado! ¿Cuántas vidas de hombres, mujeres y menores son necesarias para que pueda extraerse, “legalmente”, la cantidad de mineral que satisfagan las faltriqueras de las grandes industrias? ¿Cómo olvidar que del total de más o menos 12 a 15 millones de menores trabajadores en Latinoamérica, más de 6 millones subsisten en condiciones de desprecio social, condenados a una explotación demencial?
El abuso sexual es quizás la violencia más degradante y que deja huellas para siempre… “Los niños que sufren abusos -ya sea directamente o que presencian abusos en la familia-, aclaran las autoras Dammert y Arias, producen menos en el colegio, presentan más problemas de conducta y conflictividad, y presentan mayor tendencia a tener conductas violentas en su edad adulta”.
¿Es que acaso las leyes juegan, aquí, un papel primordial? Sea o no, las leyes emergen en calidad de supervisores de las costumbres, en que la violencia puede aparecer pretendiendo mediar a su favor. Como bien señala Aristóteles, <<las leyes en sí no solucionan nada al menos que respondan, con racionalidad, a un bienestar intrínseco de la comunidad y sea la gente proba quien las aplique. Si no hay voluntad ciudadana de cumplirlas, su objetivo de interés colectivo se desvanece>>.