O el Ecce Homo de Nietzsche… publicado al cumplir un poco más de cuarenta años. Tiempo más que suficiente, en su criterio, para hacer repaso crítico de sus obras realizadas. O, lo que es igual, saber hasta donde y cómo había avanzado en el proceso de hacer su vida, valorando sus pasos. Desde El origen de la tragedia hasta más allá de Así hablaba Zaratustra. “Se trata, con gran audacia, de mí y de mis libros”, le escribe a su amigo Peter Gast. “Hasta que yo llegué – insistía mirando en su intimidad- no ha habido esperanzas…”. ¿Es que Nietzsche se quiere demasiado a sí mismo?
Pero, hay algo más. Mucho más: “Al superhombre es a quien amo: él es para mí lo primero y lo único, no el hombre, no el prójimo, no el más pobre, ni el más afligido ni el mejor. Hermanos míos lo que yo puedo amar en el hombre es que constituye un tránsito y un ocaso”. Y Nietzsche reconociéndose en su gran fortaleza espiritual se proclama, en su decir y hacer, la gran luz de la humanidad… No es él ningún superhombre, pero desde su intimidad resalta como su anunciador… ¡Su profeta!
Cuando Nietzsche exclama: “No he cesado de dar testimonio de mí”, es porque se acepta como fuente de verdad, y lo que diga o haga es en bien de la humanidad… Algo que, ajeno incluso a sus pretensiones, lo obliga a “estar venciéndome a mi mismo”. Y es que, además, la enfermedad lo acompañó siempre, empujándole, explica, a razonar…
Podría decirse que la enfermedad lo obligó, al buscar la cura, a ir de un sitio a otro. Y en este ir y venir, en este despertar, a conocerse. “Nunca he sido tan feliz conmigo mismo, dice con mucha seriedad y algo de ironía, como en las épocas más enfermas y más dolorosas de mi vida… Es que todo fue una vuelta a mí mismo…Una forma suprema de curación…”. ¿Un encontrarse, por fin, para sí?