Crecí en Urdesa rodeado de familias numerosas donde éramos hombres de edades similares que nos adueñábamos de las calles, del cerro, del Estero Salado, sin permiso de los carros de nuestros padres, donde las bicicletas no tenían frenos, peor los carricoches o monopatines con los que bajábamos el cerro de Urdesa, buscando las cuestas más empinadas.
Con los mismos amigos recorríamos los peligros del mar en vacaciones. Nuestra generación de los 70s también fuimos cazadores y pescadores. Éramos inconscientes y libres.
Mientras crecíamos despreocupadamente nuestros padres se preocupaban de forjar nuestros destinos.
A propósito del vocablo “destino”; pudiéramos dar vuelta en su definición por horas y no terminaríamos de entenderlo y menos aún su origen. ¿Cuál es mi destino? Me pregunto, ¿Está escrito mi destino? Vuelvo a preguntar. ¿Qué fuerza exterior hace que el camino sea tu destino? ¿Lo elegiste tú voluntariamente o fue Dios quién decidió tu futuro?
Lo mismo podemos decir de nuestros hijos que se nos van. Igual o más cuestionamientos tendremos sobre la vida de seres que amas tanto. En caso de tus hijos, encargo de Dios, deseas que tengan buen rumbo como profesionales, formen una familia y sean buenos ciudadanos. Que en los posible, estén a tu lado el mayor tiempo para cuidarlos, aconsejarlos, abrazarlos, discutir, enojarnos, reconciliarnos, disfrutar juntos los deportes que nos gustan hasta que los dejas ir y quedas como observador de sus éxitos, caídas, pequeños accidentes, enfermedades, sufrimientos y felicidades amorosas, etc.
Siempre he sido orgulloso de mis cuatro hijos. Dureza en la crianza de tus hijos es demostración de amor.
Lo económico alivia la ruta a la excelencia del ciudadano ideal en lo material, pero no en lo espiritual.
Mis hijos lograron la excelencia porque recibieron valores dentro la familia, del cristianismo donde Jesús introdujo el perdón, la escuela, el colegio, universidad y deportes. Es decir, muchas fuentes que reparten valores para lograr la excelencia como ciudadanos.
Todo lo planificado se derrumba cuando la muerte te sorprende. Confieso que perdí mi mejor amigo y compadre a temprana edad, observando además, que sus padres nunca se recuperaron de la prematura partida; peor aún, cuando años más tarde pierden una hija, hermana de mi compañero de aventuras épicas de mucho riesgo.
Nuestra experiencia nos enseñó a ser padres cuidadosos y detectar los peligros. Pusimos límites a nuestros hijos y los instruimos a ser preventivos; sin embargo, nos enterábamos del fallecimiento tempranero del hijo de algún amigo o conocido y pensábamos que eso no debería ocurrir sea por enfermedad o por accidente. En mi interior, surge una pregunta: ¿Por qué te los tenías que llevar mi Dios? Me cuestioné tantas veces, observando tanto dolor en sus padres y hermanos.
Jamás pensé que la pérdida de un hijo me llegaría a mí. No voy a describir mi dolor, porque no es justo que ustedes lloren por mí. En medio de tanta tristeza, mi consciencia está en paz. Se también que no le fallé a Giancarlo, ni él a nosotros, sus seres queridos, hermanos, abuelos, tíos, primos, enamorada o amigos.
Era un placer para mí abrazarlo y besarlo cada vez que lo veía como si fuera un bebe; por eso, pido a los que son padres nunca dejen su cariño represado y demuestren su amor a sus hijos en toda oportunidad que se presente.
Ahora, Giancarlo es mi ángel protector, de su madre, hermanos, primos y de todos los padres que rezamos por nuestros hijos. Elevo mis plegarias a Dios para que los hijos entierren a sus padres dentro del ciclo natural de la vida y sus destinos no sean interrumpidos a temprana edad.