La mayoría de ecuatorianos vota por costumbrismo, acaso porque la ley incluso lo demanda, sin que el sufragio universal se constituya en un fehaciente símbolo de democracia cuando al final muchos mandatarios no son precisamente elegidos, son apenas meramente seleccionados. Esta democracia está fundamentalmente representada por la figura de un presidente como jefe de Estado de una sociedad altamente politizada y poco institucionalizada, aturdida por una hecatombe social, política y económica con artificios de soluciones y visos de esperanza solo en épocas electorales.
Los mandatarios no siempre han sido resultado de la voluntad popular. Sus responsabilidades, sin embargo, jamás se diluyeron en esta mal consagrada democracia de 45 años. ¿Será que haya llegado el momento de establecer y diseñar una nueva forma de Gobierno o perfeccionar quizás la Carta Magna de Montecristi? La realidad es que cualquier documento, más allá de su peso jurídico-constitucional y siempre perfectible a lo largo de los tiempos, constantemente estará supeditado a un determinado control o interpretación por otro cuerpo colegiado. Por ende, nada funcionará si la clase política y sus intereses acaban siendo intermediarios del futuro ciudadano.
Se busca entonces un gobernante, depositario de la fe pública y garante de un proceso de largo plazo, que lidere los destinos de toda una nación con la sabiduría de los años, el aplomo de un estadista, el temple de un visionario y el imperio de la ley como máxima orgánica y funcional del Estado. ¿Utopía?