21 noviembre, 2024

Rescatar la comunidad

Sin ninguna pretensión personal, quiero compartir en este artículo una breve reflexión sobre la comunidad. No soy un experto en vivir en comunidad, ni me considero un miembro relevante en las comunidades de las que formo parte. Sin embargo, últimamente me ha llamado la atención el uso del término “comunidad educativa”, “comunidad universitaria”, “comunidad de aprendizaje”, “comunidad diversa”, “comunidad científca”, “comunidad religiosa”, etc. Quizá convenga reflexionar sobre este término para evitar que, por su uso frecuente, pierda su significado original, se diluya entre ideas falaces y, lo peor de todo, se termine llamando “comunidad” a cualquier grupo.

Una comunidad humana es un grupo de personas, pero no cualquier grupo. Es un grupo que comparte “algo”, “alguien” los convoca y los individuos deciden juntarse, donde sus miembros se afectan recíprocamente, se autoimponen una tarea común y aceptan libremente ciertas obligaciones que los vinculan entre sí. Una comunidad vive arraigada a un espacio real, no virtual, y sus integrantes comparten una historia, un presente y un futuro (Quinzá, 2019). Para ser llamada “comunidad”, un grupo humano debe comprender los acontecimientos decisivos de su pasado, interpretar su presente y anticipar el futuro que viene con esperanza. Es enamorarse de un sueño compartido, es asumir una responsabilidad distribuida, es construir cotidianamente vínculos -por más fatigoso que sea- y poseer una actitud optimista ante las vicisitudes que siempre surgen en el camino. Todo esto, se expresa en una identidad común y en una declaración explícita de pertenencia (Esposito, 2009). Por consiguiente, no se puede arrogar la palabra “comunidad” a cualquier agrupación espontánea, funcional o despersonalizada. Si hablamos de “comunidad educativa” o “comunidad universitaria”, es imprescindible asumir con sensatez la responsabilidad que su concepto implica.

Lo contrario a “comunidad” es “inmunidad”. Ambos vocablos derivan del término latino “munus”, que significa don, deber, obligación, tarea que tienen entre sí los miembros -de allí provienen palabras como municipio, comunicación, remuneración, etc.- (Gómez de Silva, 1985). Por ello, quienes forman parte de una comunidad se caracterizan por este don, esta obligación y tarea frente al otro; la inmunidad, por el contrario, implica la exoneración o derogación de tales condiciones. Al estar sin comunidad, el individuo está “inmune”, es un “cualsea” a salvo de obligaciones, compromisos, riesgos y peligros que lo pudieran afectar por parte del otro (Agamben,1996).

La comunidad se construye sobre la base de una serie de responsabilidades y deberes que sus integrantes autoasumen. Estos deberes son el “munus” que cada miembro ofrece, creando así un vínculo de reciprocidad y solidaridad. En una comunidad, las personas están unidas por un sentido de pertenencia y cooperación mutua, donde cada uno aporta al bienestar común. Esta dinámica de interacción y apoyo mutuo es lo que da vida a una comunidad (Groppo, 2011). En la “inmunidad” o “no comunidad”, el individuo está exento de esas obligaciones y responsabilidades comunitarias. El prefijo “in” de inmunidad, en latín, indica negación, es decir, la negación del “munus”, donde no existen deberes o cargas que normalmente se asumirían dentro de un contexto comunitario. Ser “inmune” implica estar libre de las exigencias que conlleva la vida en comunidad, ya sea por razones legales, sociales o naturales.

Pocas veces había reparado en este detalle. Casi siempre, la inmunidad había sido vista por mi como una forma de protección, por consiguiente algo bueno y deseable. Pensemos en la “inmunidad política” o la “inmunidad diplomática”, que eximen a gobernantes o diplomáticos de ciertas leyes del país anfitrión, o la “inmunidad médica”, que se refiere a la resistencia a enfermedades. Sin embargo, la “inmunidad” frente a la “comunidad” adquiere connotaciones negativas, porque el sujeto carece de “munus” y desecha la posibilidad de interdependencia entre sus miembros; las obligaciones y responsabilidades están ausentes (Agulles Martos, 2021). Quizá la tan buscada inmunidad nos esté restando humanidad.

Lamentablemente, la “inmunidad” se viene y va creciendo (Agamben, 1996). Habrá que hacer algo para que la inmunidad no se convierta en la representación de nuestra civilización. Las barreras, las brechas y las nuevas líneas de separación que están apareciendo amenazan no solo nuestra identidad biológica, sino también nuestra identidad social (Esposito, 2009). Hoy hace falta dar el lugar que merece a la “comunidad” y, para ello, ser tocados, contactados, ser hallados por el “munus” en los cruces de nuestras trayectorias personales, profesionales y familiares. Y salir, poco a poco, al rescate de la comunidad, abriéndonos paso por la cuestión inmunitaria hacia la comunitaria.

Trabajos citados:

Agamben, G. (1996). La comunidad que viene. Valencia: Pre-textos.

Agulles Martos, J. M. (2021). Comunidad, inmunidad y tecnología. Una aproximación crítica al transhumanismo. Argumentos de Razón Técnica, 24, 92-115.

Gómez de Silva, G. (1985). Breve diccionario etimológico de la lengua española. Fondo de Cultura Económica.

Groppo, A. (2011). Tres versiones contemporáneas de la comunidad: Hacia una teoría política post-fundacionalista. Revista de filosofía y teoría política, (42), 49-68.

Esposito, R. (2009). Comunidad, inmunidad y biopolítica. Herder.

Quinzá Lleó, X. (2019). El misterio en lo cotidiano: Mensajes de un náufrago inquieto. PPC Editorial.

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