La oposición hacia las privatizaciones es harto común. Los políticos evitan el tema por prejuicios electorales y quienes lo hacen, que no son muchos, intentan convencer de que no son privatizaciones, apenas concesiones que no afectan la soberanía nacional. De hecho, en las privatizaciones se pierden derechos de propiedad; en las concesiones, empero, los derechos sobre la propiedad permanecen incólumes mientras el concesionario hace uso de algún bien o explota un servicio por un determinado periodo de tiempo a cambio de un pago preestablecido.
La mayoría de aquellos contrarios a las privatizaciones posiblemente depende del Estado para cumplir con la educación de sus hijos y responder por la salud familiar. Sin embargo, ¿estaría opuesta a que sus hijos estudien en planteles privados y que sus familias tuviesen planes privados de salud? Probablemente no. A falta de un razonamiento válido la excusa es que, en cuanto a los recursos del país, no; en términos de servicios, sí a las privatizaciones. Esa carencia de sindéresis es una marca indeleble de un tercermundismo sin treguas.
El Estado, más allá de una empoderada -no coyuntural- corrupción casa adentro, es poco o nada productivo en el manejo de la cosa pública; la eficiencia requiere que sus recursos produzcan sin estar a merced y discreción de los políticos de turno. Satanizar lo que quizás se desconozca, pero funciona, equivaldría a invocar aquello conocido y que no funciona, mismo sin haber jamás recibido rédito alguno de ese Estado. ¡Insólitamente absurdo!