La gente arriesga lo poco que aún le queda, se endeuda con lo que no tiene y emigra. El país permanece con quienes perdieron la escuela a manos de la pobreza y ni siquiera son susceptibles de recibir un salario mínimo por su mano de obra no calificada. Las calles se convierten en el núcleo de sobrevivencia económica y convergencia social de los marginados. La cotidianidad de los grandes centros urbanos así lo refleja mientras el campo palpita por un siempre esquivo cambio de suerte.
El Estado, paternalista y subdesarrollado, se torna incompetente porque el crecimiento poblacional supera al crecimiento económico, existiendo cada vez menos recursos para un mayor número de personas. Empero, alguien debe responder por las carencias y ese es el Estado. Los candidatos se promocionan para asumir las riendas de ese Estado corrupto, cautivan el voto del electorado, incluso gestionan resultados, pero su gran mayoría no está calificada para ejercer el poder y enderezar el país.
El desprestigio de la clase política es cada vez mayor, pero la vida en democracia tiene un valor intrínseco que en la retórica institucional supera el riesgo de perderla. Cuando menos eso es lo que pregonan los agentes políticos, siendo el clamor por una mayor democracia su eterno caballo de batalla para no perder contexto y vigencia. ¿Cuánto tiempo más durará esa eternidad? No hay excusa para no emprender la reconstrucción, pero la pregunta sigue siendo, ¿hay espacio en esa recomposición para los destructores que continúan en las papeletas?