Es necesario hacer el recorrido entero , no saltar espacios, no cerrar los ojos.
Transitarlo todo, aceptar lo que nos toca, mirar de frente las circunstancias por más duras y dolorosas que sean.
Atravesar cada etapa, negar a veces como mecanismo de defensa, como parte necesaria de un primer momento ante la tragedia. Enojarnos, llorar y patalear hasta agotar el enojo, hasta sacar toda la rabia. Entender que el enojo es válido y no hay que hacerlo a un costado ni esquivarlo. Aceptar también que hay momentos de profunda tristeza y aún de depresión, de llorar con el alma, de meterse en el pozo oscuro y hacerle lugar a la tristeza. Es más, abrazarla cuando esté y hospedarla por un rato.
Para, una vez que la atravesamos, comenzar a darnos cuenta de que algo fue sucediendo y en ese proceso nos vamos transformando y de manera suave vamos comenzando a aceptar la nueva realidad y una inédita mirada va asomando y la herida se convierte en misión cuando puedo alentar y acompañar, mostrar y aliviar y ayudar a transformar la herida de otros en más vida. Y aparece la celebración, no del sufrimiento ni del dolor, sino de lo aprendido en todo el recorrido, de la nueva vida que renació, de la comunión mucho más profunda con nuestros seres amados y aun con otros heridos como nosotros.
Es necesario hacer el recorrido entero, no saltar espacios, no cerrar los ojos.
El dolor no es el final del camino, es el terreno donde se siembra una nueva vida, una vida que nos invita a caminar junto a otros. Como diría H. Nouwen, es en nuestra vulnerabilidad, en nuestras heridas abiertas, donde encontramos la capacidad de sanar no solo a nosotros mismos, sino también a quienes caminan a nuestro lado. Las cicatrices, entonces, se transforman en puentes de compasión, recordándonos que en la fragilidad compartida es donde se teje la verdadera fuerza. Y al recorrer todo el camino, sin saltar etapas ni cerrar los ojos ante el sufrimiento, descubrimos que es justamente en esa travesía completa donde sucede la verdadera transformación.