Uno de los valores más recurrentes y que se ha configurado como un pilar ético en la construcción de las sociedades, las instituciones y los grupos humanos es el respeto. La palabra «respeto» proviene del latín respectus, que a su vez deriva del verbo respicere, compuesto de «re-» (hacia atrás) y «specere» (mirar u observar). “Respetar” entonces, literalmente, significa «mirar atrás» o «mirar nuevamente» (Gómez de Silva, 1985). Mirar nuevamente, es decir, esa segunda mirada, va más allá de la primera percepción; implica una nueva reflexión o reconsideración hacia algo o alguien. En su sentido moderno, el respeto reconoce el valor inherente de cada individuo y se manifiesta en actitudes y comportamientos que promueven la dignidad humana (Juan XXIII, 1963). Sin embargo, el respeto no solo se dirige a las personas; también abarca a los seres no humanos, como los animales y la naturaleza, y a elementos materiales, como la cultura y los servicios públicos. En este sentido, el respeto se convierte en un valor que atraviesa todas las esferas de la vida.
Pero este valor ha distribuido su significado de manera desigual a lo largo del tiempo y entre grupos de personas. El respeto resulta ser, al día de hoy, un valor que no es homogéneo; se negocia y se lo merece en función de diversos factores, como el estatus social, las circunstancias económicas y las relaciones de poder (Sennett, 2003). El respeto, entonces, tiene “matices” que se pueden encasillar desde la superficial cortesía hasta, donde pretendo llegar con este artículo, una necesidad humana fundamental en cuya ausencia, en todos los casos posibles, tiene consecuencias devastadoras para los individuos, las comunidades y las relaciones interpersonales.
Veamos el primer matiz. Desde las sociedades más jerárquicas y opresivas hasta las democracias más abiertas, la necesidad de respeto es omnipresente. Por ejemplo, en las cortes de Luis XIV, donde el respeto era medido y otorgado estrictamente en función de la jerarquía social, no estaba basado en la virtud o la moralidad, sino en la posición y el poder. Perder el respeto, o mejor dicho, cuando se le quitaba el respeto a un individuo, podía significar no solo el aislamiento sino también la muerte (Elias, 1982). El respeto de aquella época estaba condicionado por el poder y la posición social.
El segundo matiz tiene que ver con el reconocimiento, que a diferencia del párrafo anterior, va más allá del estatus o la riqueza. Veamos el caso de los carpinteros, los sastres o los curtidores de cuero de las ciudades del siglo XIX. El respeto estaba ligado con el orgullo de realizar con destreza las tareas manuales y artesanales. La satisfacción personal y la de los vecinos por el trabajo bien hecho era una fuente de respeto, incluso cuando el trabajo en sí no era valorado socialmente. Aquí, la calidad en el quehacer es lo que generaba respeto, no el poder económico o social. Este respeto no viene otorgado, ni se lo obtiene a través del dinero ni de títulos, sino a través de la valoración del trabajo, a veces riesgoso, lleno de esfuerzo y dedicación (Sennett, 2003). En este sentido, el respeto también se ganaba a través del trabajo conjunto y de la solidaridad, en lugar de estar ligado a estructuras jerárquicas tradicionales.
El tercer matiz está vinculado a la identidad personal y a la dignidad humana. Es decir, cuando una persona carece de respeto suele sentirse alienada y marginada, lo que puede llevar al resentimiento y la exclusión social (Honneth, 1997). El respeto genuino implica una apertura hacia el otro y una disposición a ver más allá de las diferencias superficiales para encontrar un valor intrínseco compartido (MacIntyre, 1984). Cuando me refiero al “valor intrínseco”, no aludo a lo que en las sociedades modernas suele confundirse con autonomía e independencia. Aunque la autosuficiencia se asocia con el respeto, no es posible ver como personas más respetables a quienes logran mantener su independencia y cuidar de sí mismas; de lo contrario, aquellos seres humanos que dependen de la ayuda o el apoyo de otros serían vistos con menos respeto. Cuando esto sucede, se corre el riesgo de caer en el absurdo de pensar que las personas en situaciones de dependencia o vulnerabilidad, como los ancianos, los pobres o los grupos étnicos, deberían merecer menos respeto. La sociedad, entonces, no solo falla en respetarlos, sino que a menudo ni siquiera los reconoce como sujetos dignos de respeto. Este tipo de respeto —o mejor dicho, de irrespeto— promovido por la autosuficiencia y el éxito individual genera desigualdad, invisibilidad y hasta desprecio. Y ya que hemos mencionado el “irrespeto”, cabe también decir que en ciertos casos, como con los tiranos, los opresores, los corruptos y los poderosos, la falta de respeto hacia ellos es necesaria y hasta meritoria (Comte-Sponville, 2001).
¿Cómo preservar una ética del respeto? A continuación, algunas aplicaciones prácticas.
En la educación:
- Propiciar ambientes donde los estudiantes y docentes valoren las ideas y perspectivas de otros.
- Reconocer y valorar las diferentes formas en que cada estudiante aprende, sin imponer un solo enfoque como “mejor” o “ideal”.
Respeto en el lugar de trabajo:
- Fomentar una comunicación abierta, transparente y asertiva, donde se escuchen y consideren las opiniones y preocupaciones de todos.
- Evitar el uso de lenguaje despectivo o conductas hostiles, especialmente hacia personas de menor rango.
- Honrar los horarios de trabajo, siendo puntual en reuniones y en la entrega de asignaciones.
Respeto en la familia:
- Reconocer la necesidad de espacio personal y privacidad de cada integrante de la familia, sin invadir su intimidad.
- Escuchar activamente a cada miembro de la familia, permitiéndole expresar sus opiniones, emociones y preocupaciones sin interrupciones ni críticas despectivas.
- Valorar los roles que cada miembro desempeña en la familia, como las responsabilidades de los padres, los deberes de los hijos y las tareas compartidas.
- Establecer límites claros en cuanto a comportamientos, horarios y reglas en el hogar.
- Reconocer los intereses, gustos y pasatiempos individuales, sin imponer preferencias ni descalificar actividades.
Respeto hacia la naturaleza:
- Cuidar el agua como recurso vital, evitando su desperdicio y empleando prácticas de ahorro en actividades cotidianas como el riego, la limpieza y el consumo personal.
- Evitar dañar la vegetación y los hábitats de los animales.
- Colaborar en actividades de reforestación, limpieza de playas o parques y programas de conservación.
Respeto en la política:
- Fomentar el diálogo y el debate respetuoso entre ciudadanos y representantes de distintas ideologías.
- Defender los derechos humanos y las libertades fundamentales de todos los ciudadanos.
Finalmente, como ya lo decía Kant, el respeto como un valor universal es un “imperativo categórico” (Kant, 2012). Es decir, se lo debe practicar por sí mismo, porque vale incondicionalmente para todo ser racional, más allá de cualquier consideración accidental o subjetiva. La ética del respeto supone entonces una “segunda mirada”, más atenta, más humana, que vaya de la simple percepción de la primera mirada, hacia el bien al que deberían tender todas las personas y las cosas.
Obras citadas:
Comte-Sponville, A. (2001). Diccionario filosófico. Paidós.
Elias, N. (1982). La sociedad cortesana. Fondo de Cultura Económica.
Gómez de Silva, G. (1985). Breve diccionario etimológico de la lengua española. Fondo de Cultura Económica.
Gómez, J. A. M. (2010). La dignidad como fundamento del respeto a la persona humana. Contribuciones a las ciencias sociales, (2010-02).
Honneth, A. (1997). La lucha por el reconocimiento: Por una gramática moral de los conflictos sociales. Crítica.
Juan XXIII. (1963). Pacem in Terris [Encíclica]. Libreria Editrice Vaticana.
Kant, I. (2012). Fundamentación de la metafísica de las costumbres (M. García Morente, Trad.). Ediciones Akal. (Obra original publicada en 1785).
MacIntyre, A. (1987). Tras la virtud. Austral.
Sennett, R. (2003). El respeto: Sobre la dignidad del hombre en un mundo de desigualdad. Anagrama.