Nixon apabulló a McGovern, ganador solo en Massachusetts (1972), al igual que Reagan a Mondale, vencedor apenas en Minnesota (1984). Trump ha soterrado a Harris, marcando una inflexión de la realpolitik al consumar una masacre política sin vencer en prácticamente todos los estados.
Trump no es republicano. Es solo un membrete personificado con absoluto control del Congreso, de la interpretación constitucional en Corte Suprema y con un mandato no sujeto a las presiones propias de una reelección a la que ya no tiene opción. No existiría, por ende, excusa alguna para fallar en aquellos grandes cambios por los que el electorado se decantó por él. Los demócratas, por otro lado, perdieron no solo una elección. El peso específico de sus consagrados líderes sucumbió estrepitosamente dejando aún en formación a figuras emergentes del Partido Demócrata.
Los estadounidenses desecharon a una izquierda emancipada en cuestiones de género, prefiriendo la generación de bienestar económico de la derecha. Los alcances de la agenda doméstica Trump, empero, quedarían quizás opacados ante un gravitante escenario internacional que no está necesariamente alineado con su visión estratégica, o mera voluntad. Ese es el gran desafío del compromiso asumido electoralmente. Si Ucrania, por ejemplo, sucumbiese (territorio por paz) ante Putin por falta de apoyo estadounidense, los europeos no verían más a la OTAN como su aliado natural y refugio seguro. La luna de miel se viene corta en política exterior para todo un convicto de convicciones.