Qué misterioso es soñar algo que no solo resuena en el alma, sino que parece ser una invitación directa a profundizar. Quizás porque ser quien uno realmente es, sin máscaras ni filtros, es uno de los desafíos más grandes de la vida. Y al mismo tiempo, es una de las verdades más sencillas. Me despierto de la siesta con esta frase retumbando en mi mente, como un eco que insiste: ¿y si eso es todo lo que necesitamos para vivir con plenitud? Habitar la autenticidad. Habitarla como poesía.
Jesús, en su andar, siempre pareció vivir esta idea de manera tan sencilla como poderosa. En el Sermón del Monte, habló de los mansos, de los que lloran, de los que tienen hambre y sed de justicia, como bienaventurados. No glorificó la perfección ni las apariencias, sino la autenticidad de un corazón humilde, imperfecto, pero pleno de verdad. Ser quien uno es, parece decirnos, es la manera más alta de honrar al Creador que nos pensó así, únicos, sin necesidad de moldes ni ornamentos. «Yo soy el camino, la verdad y la vida», dijo Jesús, invitándonos no solo a seguirle, sino a reconocernos en esa misma verdad.
Quizás soñar esta frase sea una forma de recordar que ser auténticos, con nuestras luces y sombras, es un acto profundamente espiritual. Porque en esa aceptación de lo que somos —tan frágiles y contradictorios, pero también tan llenos de potencial— encontramos algo que trasciende lo cotidiano. Y ahí está la poesía: no en embellecer la vida, sino en habitarla completamente, con todo lo que trae. Como Jesús habitó cada encuentro, cada mirada, sin pretensiones, sin adornos.
Es curioso pensar que esta frase combina algo antiguo, algo que escribí hace años, con algo nuevo que surge ahora, como si el tiempo quisiera unir cabos sueltos de mi propia historia. Tal vez sea una invitación a reconciliarme con quien fui y con quien estoy siendo. Jesús nos enseñó que los cambios no siempre son rupturas, sino caminos que nos llevan más cerca de nuestra esencia. Como el vino nuevo en odres nuevos, la verdad que nace en el corazón necesita espacio para crecer, pero siempre desde la raíz de lo que somos.
¿Y si ser fieles a nosotros mismos es también una forma de alabanza? Una manera de decir: «Esto soy, Señor, y así, con todo lo que tengo y lo que me falta, me presento ante Ti». Tal vez esa sea la poesía más pura: aceptar que la vida, como es, y nosotros, como somos, podemos ser habitados con plenitud. Sin adornos. Sin miedos. Simplemente, siendo.
Eso, creo yo, es vivir poéticamente. Y tal vez, también, sea seguir a Jesús.