El beso siempre llegaba puntual, como un tren japonés. Cada semana hacía el mismo recorrido, siempre hacia la misma persona. No necesitaba mapas ni brújulas; volaba directo, certero, y aterrizaba con una precisión que dejaba a cualquier cupido avergonzado.
Ella lo esperaba. Siempre lo esperaba. Era como si en ese beso semanal se le renovara algo que el resto de su vida no le daba: un toque de magia, un destello de vitalidad. Pero había un problema, uno de esos problemas silenciosos que se esconden en el fondo del alma y que nadie quiere mirar de frente. Ella ya tenía otro beso.
Sí, otro. Uno que no era mágico, pero era suyo. Un beso de todos los días, de esos que no vuelan ni hacen piruetas en el aire, pero que están ahí, constantes, como una lamparita en la mesita de luz. Era el beso con el que dormía cada noche y despertaba cada mañana.
El beso mágico sabía esto. Lo había notado desde hacía tiempo, porque los besos no son tontos. Pero seguía llegando, porque esa era su naturaleza: besar. Y ella lo seguía recibiendo, porque esa era la suya: desearlo.
La relación entre ellos era rara, casi absurda. Ella cerraba los ojos cuando lo sentía llegar, como si al no verlo pudiera justificar su presencia. Pero apenas el beso se iba, quedaba un vacío que no podía llenarse con nada. El beso mágico lo sabía. Lo veía en su cara cuando se alejaba, en la forma en que sus manos temblaban un poco al guardarse la culpa en los bolsillos.
Una vez, mientras flotaba cerca de su ventana, el beso escuchó algo que lo dejó congelado en el aire. Ella estaba hablando sola, como quien ensaya una confesión:
—No puedo más con esto… Lo espero, lo quiero, pero no me corresponde. Ya tengo un beso, uno que es mío de verdad. Pero este otro… este me hace sentir viva.
El beso mágico quedó suspendido, en shock. Para un beso, no hay dilema moral más grande que besar a quien no le corresponde. ¿Era él un intruso? ¿Un ladrón de alegrías que no le pertenecían?
La semana siguiente, voló más lento, cargado de dudas. Llegó como siempre, y ahí estaba ella, esperándolo con la misma mezcla de entusiasmo y culpa que había visto tantas veces. Pero esta vez, algo cambió. Cuando el beso se acercó, ella cerró los ojos, pero no para recibirlo. Giró la cara, despacio, dejando que el beso quedara en el aire.
El golpe fue sutil, casi delicado, pero para el beso fue devastador. ¿Qué hace un beso mágico cuando su destino se niega? Quedó flotando unos segundos, como un pájaro al que le cierran una ventana en el pico. Entonces entendió: no era su lugar. Nunca lo había sido.
Ella abrió los ojos, y algo en su rostro había cambiado. Por primera vez, parecía tranquila. No feliz, pero sí en paz. El beso entendió que su magia no se trataba solo de alegrar, sino también de saber cuándo irse.
Desde entonces, el beso dejó de volar hacia ella. No buscó otro destino; simplemente se quedó quieto, como quien aprende a aceptar que no todos los corazones necesitan su magia. Y aunque su ausencia dolió, dejó algo más poderoso que la alegría que solía traer: libertad.