Mes de recuerdos, de alegrías, de tristezas, y también una mezcla de verdades y fracasos, de frustraciones y de paz. Pero a pesar de esto, es un mes maravilloso.
Caminando por las calles de mi mente, tropecé, sin querer, con un paquete envuelto y amarrado con una cinta roja desteñida por los años. Iba a seguir, pero sentí la necesidad de recogerlo. Retrocedí unos pasos y tomé en mis manos aquel envoltorio. Seguí mi caminar.
Un poco preocupada por lo que iba a encontrar dentro del paquete, pensé: «Tengo que llegar pronto a un lugar para sentarme y ver de qué se trata lo que tengo en mis manos». Encontré el lugar que buscaba, me senté y comencé a abrir aquel envoltorio. Había en su interior muchos papeles. Saltó a mi vista uno que decía: «Año 1971 Costa Rica Río Frío». Lo tomé en mis manos y empecé a leer. Era muy interesante. Voy a contarles, espero les guste. Aquí vamos.
Era el año 1971. Vivíamos en la República de Costa Rica, en un lugar llamado Río Frío. Era muy linda la casa que habitábamos, rodeada de un bosque precioso, donde mi hija, que apenas contaba dos años, era muy feliz ya que le encantaba el campo.
Este lugar que menciono era una zona bananera de la Standard Fruit Company. Un lugar encantador. La bebé era muy feliz, jugaba inventando que tenía un perrito, pasaba el tiempo e insistía en que deseaba un perrito para salir a pasear. Esa petición se había hecho muy repetitiva.
La verdad, ya no sabía qué contestarle, y le comentaba que a mí también me encantaban los animales. ¿Y ella me miraba como diciéndome: «Entonces ¿por qué no me das uno?»? Yo le sabía responder: «Todo llega en el momento menos esperado».
Pasaban los meses y mi hija me seguía diciendo: «¿Cuándo llega, mami, el perrito?».
Llegó diciembre, que es el mes de sorpresas y alegrías, y también de penas y tristezas. Era un 23 de diciembre, más o menos a las 7 pm. Alguien dijo en la puerta: «¡Upe!» (que en Costa Rica significa «abrir»). La china, como le dicen allá a las empleadas domésticas, abrió la puerta y apareció un amigo de la casa con una canasta adornada con un lazo rojo. ¿Y adivinan lo que traía en su interior? ¡La perrita que tanto ansiaba mi hija! Estaba en la canasta. Se la entregó y le dijo: «Feliz Navidad, la bb». La niña no esperó nada, medio le agradeció, la tomó en sus brazos y la bautizó como Pandora, pero ella le decía «Paporita».
Era una pastora alemana divina. Tenía un pelaje muy hermoso, los ojitos eran llenos de vitalidad. Era hermosa. Le agradecí a este amigo y a su señora por la deferencia que habían tenido con mi hija. Desde aquella Navidad, Pandora, alias Paporita, fue parte de la familia.
Creció Pandora en un ambiente de amor y, aunque se rían, con un poquito de disciplina. Aprendió dónde tenía que dormir, dónde tenía que comer, todo lo referente a costumbres que tenía que conocer un perro. Lo importante le enseñé a comportarse cuando llegaban visitas. Le enseñé a cuidar a mi hija y acompañarla a todas partes. A buscarla en el bosque, que a veces solía ir a jugar.
Dónde vivíamos había solo dos pastores alemanes: Pandora y Astrid. Esta última era una pastora súper brava y solía atacar siempre. La mantenían encerrada o encadenada. Pandora era brava pero cuando había motivo de lo contrario jamás ladraba y menos atacaba. Ya había cumplido 6 meses, estaba muy hermosa.
Un día bastante gris y con lluvia (dónde vivíamos llovía siempre), mi hija muy temprano en la mañana salió a sentarse al porche con Pandora. De repente, escucho un disparo y un grito. Salí corriendo y veo en el porche un reguero de sangre. No veo ni a mi hija ni a la pastora. Casi me vuelvo loca. En eso, un vecino que estaba afuera me dice que mi hija había corrido para el bosque con Pandora y comienza a contarme: «Estando sentada mi hija con Pandora, aparece la Astrid corriendo y ataca a mi hija, pero Pandora se atraviesa, la empuja a mi hija y se pone a pelear con la Astrid. Y la sangre no era de mi niña sino de Pandora. Y el disparo fue para ahuyentar a la Astrid y evitar un desenlace triste para mi perra».
Para esto, ya mi hija había entrado a la casa por la parte de atrás y llorando me llevó dónde estaba Pandora. Estaba herida y no podía pararse, tenía desgarrado el muslo de la pierna de adelante. Presenciamos un cuadro muy feo y triste. No perdimos tiempo y la llevamos a un hospital donde la atendieron y la dejaron internada unos días. Pasábamos con Pandora como si en realidad fuera una hija.
Después de una semana y media la llevamos a la casa. Y yo la atendía con los remedios y todos los cuidados. Luego vino la rehabilitación. Me tocó muelas (así dicen los ticos cuando algo es muy difícil y duro). A los dos meses empezó a caminar amarrada con una sábana. Se recuperó perfectamente y siguió creciendo de una forma hermosa.
Siguió viviendo con nosotros hasta cuándo tuvimos que regresar a Ecuador después de muchos años. Con el dolor de nuestra alma, la dejé a Pandora en poder de un ingeniero que la conocía y la quería mucho, y Pandora se llevaba bien con él. Hablé con Pandora y le dije que tenía que quedarse, y le expliqué los motivos. Les cuento que me entendió porque se me acercó, me lamió las manos y la cara, lo mismo hizo con la bebé, y se le acercó al ingeniero, subió a la camioneta y se fue con él.
Nunca más la volvimos a ver. Supimos de Pandora por unos amigos y por el ingeniero que la había hecho participar en un concurso y había ganado. Jamás nos hemos olvidado de nuestra Pandora, hasta hoy que han pasado muchos años la seguimos recordando. Algo de nosotros se quedó con ella. Así termina esta historia, bella y triste a la vez. Cada Navidad la recordamos con amor y tristeza.
Gracias, gracias, gracias por dedicar un poco de su tiempo para leer esta historia.
Que hermoso relato de Pandora, tener una mascota es una responsabilidad grande ellos son incondicionales dándonos su amor y fidelidad. Gracias por compartir esa bella historia.
Me gustó mucho la historia, gracias por compartirla.