El debate amplió la lista de opcionados al solio presidencial. Dos provienen de un establishment con marcados rasgos dictatoriales que desafían y discrecionalmente burlan los preceptos constitucionales. La una defiende un corrupto sistema estatizante con el que gobernaron por 10 años, restando derechos bajo el amparo y abuso de un Estado controlado desde Carondelet. El otro es apenas un ensayo mal formateado del aprendiz que llegó a conducir un Gobierno sin planes ni equipo para reformular toda una nación. La una abraza un tácito populismo comunistoide, destructor económico en ruta hacia la desdolarización, que responde a un peligroso proyecto político con líder furtivo y milicianos. El otro se dice izquierdista, apalancado por el mercado y sus propias opulencias, apenas con un personalísimo proyecto, serviles colaboradores y huestes antirrevolucionarias.
La visionaria Andrea González, por otro lado, encandiló la platea, desmarcándose con argumentos, arrestos y aplomo, rayando la cancha, dislocando al polarizado continuismo, dictando cátedra de liderazgo ante sus rivales de ambos turnos y frente a un expectante electorado. Su posterior despegue político, en territorio, redes y encuestas, no es casual y responde al hastío de la sociedad hacia un consumismo de ofertas, la falta de resultados, el deplorable estado de la nación y la esperanza de un futuro mejor. Andrea es la abanderada del renovado liberalismo nacional: institucionalidad, reducción estatal, crecimiento económico, anticorrupción y amplias libertades.