12 marzo, 2025

De las competencias en educación o la utilizabilidad del ser humano

En Ecuador, como en gran parte del mundo occidental, uno de los términos más recurrentes en el ámbito educativo es el de competencia. Este concepto, que ha ganado fuerza en los discursos pedagógicos, también refleja una tendencia a seguir modas educativas, muchas veces sin un análisis profundo de su sentido y sus consecuencias. 

Sin embargo, en nuestro idioma, el término competencia puede generar confusión, ya que también se asocia con competir, es decir, rivalizar o contender para alcanzar un objetivo. Aunque esta idea de competencia –la de competir– también está presente, quizá con mayor fuerza que la de competer, en el ámbito educativo, no es el enfoque al que nos referimos aquí. En este caso, hablamos de competencia en el sentido de competer, que, según la RAE, implica aptitud, idoneidad o pericia para realizar algo o intervenir en un asunto determinado.

En términos simples, una competencia en educación es la capacidad de hacer algo que se pueda demostrar y que esté bien hecho. Los teóricos suelen añadir elementos como los conocimientos, procedimientos, valores y actitudes que subyacen en cada competencia, así como los métodos para desarrollarla y evaluarla. Sin embargo, en el afán de definir competencias, a menudo nos extraviamos en aspectos formales como la redacción de verbos, la estructura gramatical o el número de palabras, dejando de lado lo esencial: el propósito educativo.

Pero hay algo más grave. En el afán de cumplir las normas para redactar o definir las competencias, pasamos por alto un aspecto que es, en realidad, lo más importante: poner en el centro de la enseñanza la utilizabilidad del ser humano. En esencia, las competencias buscan desarrollar en los estudiantes un conjunto de conocimientos, habilidades y actitudes necesarias para hacer algo. Sin embargo, este énfasis en la utilidad puede llevar a que la educación se reduzca a un modelo funcionalista, donde todo –los objetivos, el currículo, los docentes y los estudiantes– se mide en términos de utilidad. Este modelo competencial, mal entendido, puede asemejarse a lo que Pink Floyd expresó en The Wall: un sistema que reproduce, homogeneiza e integra a los individuos en un engranaje social y económico, legitimando estructuras que perpetúan el statu quo. ¿No será que las competencias, en este contexto, se convierten en una herramienta del capitalismo tecnológico que prioriza la productividad sobre el ser humano?

La pedagogía que centra su atención en la adquisición obligatoria y urgente de competencias muestra una gran debilidad para generar la posibilidad de renovar o transformar. De esta forma, las nuevas generaciones de estudiantes se convierten en sujetos que deben ser entrenados para ser “útiles” a la sociedad. Además, si lo analizamos detenidamente, muchas –por no decir todas– de las competencias implican una serie de subcompetencias de diferentes grados de complejidad, que a menudo evaluamos bajo “rúbricas” que no necesariamente evidencian el dominio integral de la competencia evaluada. Tampoco estoy convencido de que convertir a un estudiante en un coleccionista esmerado de competencias exprese el propósito último de la educación, que debería ser el de hacer de la escuela parte del acto civilizatorio. Quizá la enseñanza por competencias fragmente el aprendizaje, priorizando resultados medibles sobre procesos cualitativos y más significativos.

Por último, no podemos ignorar el aspecto administrativo que conlleva la educación por competencias. La creación de listas de competencias, módulos, planes de formación y controles de evaluación puede derivar en una burocratización excesiva del proceso educativo. Bajo el pretexto de educar por competencias, se corre el riesgo de que la educación se convierta en un papeleo –o en un archivo- rígido, burocrático y mecanizado, perdiendo de vista su propósito transformador, trascendente y humanista.

Con esto, bajo ningún modo quiero echar por tierra la enseñanza y el aprendizaje por competencias. Este enfoque, en su versión más elaborada, tiene el potencial de aportar claridad y estructura al proceso educativo. Pero es fundamental reflexionar sobre sus implicaciones y sus derivaciones más problemáticas. La educación no debe reducirse a un modelo utilitarista que priorice la funcionalidad sobre el desarrollo integral del ser humano. Más bien, debe buscar un equilibrio entre la formación de habilidades prácticas y el cultivo de la creatividad, el pensamiento crítico y la capacidad de transformar la sociedad. Solo así podremos garantizar que las competencias no se conviertan en un fin en sí mismas, sino en un medio para una educación verdaderamente significativa y emancipadora.

1 comentario

  1. El currículo por competencias es clave en la educación actual porque permite a los estudiantes desarrollar habilidades prácticas y aplicables a la vida real, este enfoque fomenta un aprendizaje significativo integrando conocimientos, actitudes y valores que preparan a los estudiantes para resolver problemas, tomar decisiones y adaptarse a diferentes contextos. Además, promueve la inclusión, la motivación y la participación activa en el proceso educativo, respondiendo a las demandas del siglo XXI y formando ciudadanos críticos, autónomos y capaces de enfrentar los desafíos del futuro.

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