17 abril, 2025

¡El motor de mi vida: La Educación!

Nota de Fabro sj: Freddy Medrano sj. Jesuita que después de más de 12 años de formación está a punto de ordenarse sacerdote, se encuentra terminando sus estudios de Teología en Bogotá – Colombia. Nos compartió sus reflexiones de por qué y para qué quiere ser sacerdote en el siglo XXI, dando gracias al sitio donde se encuentra: La Compañía de Jesús y concretando qué es educar según las reflexiones que hace desde los documentos de la Iglesia y los superiores jesuitas. Gracias Freddy, disfrutemos este testimonio.

“Durante mi formación como religioso de la Compañía de Jesús, el apostolado educativo ha sido el ámbito al que me han destinado y desde donde he podido nutrir mi vocación. Durante mi tiempo de discernimiento a la vida religiosa, fui voluntario en Fe y Alegría Ecuador; fue allí donde comencé a desarrollar una curiosidad y gusto por el apostolado educativo. Mi primera elección universitaria fue psicología, pero al aplicarla en mi voluntariado, no encontraba que tuviera una incidencia significativa. Entonces, empecé a dialogar con la directora de carrera, quien me ayudó a reconsiderar mi elección y, finalmente, me orientó hacia la educación.

Cuando ingresé al noviciado, ya tenía un camino recorrido en educación y, mientras conocía los apostolados de la Compañía de Jesús, iba confirmando que: como dice Medellín: “No basta por cierto reflexionar, lograr mayor clarividencia y hablar; es menester obrar. No ha dejado de ser ésta la hora de la palabra, pero se ha tornado, con dramática urgencia, la hora de la acción” (DM, Introducción, 3).

Recuerdo vívidamente mi primera experiencia como profesor sustituto en el Colegio San Luis Gonzaga, ubicado en Valle de los Chillos, Quito. Allí comprendí la gran oportunidad transformadora que posibilita la educación y cómo esta se convierte en un instrumento de liberación. Como señala Puebla: “En las expresiones culturales y religiosas de campesinos y suburbanos se reconoce gran parte del patrimonio cristiano del continente y una fe arraigada en los valores del Reino de Dios” (DP, 247).

Trabajar con estos jóvenes me enseñó que la verdadera educación no consiste simplemente en transmitir conocimientos, sino en formar y cuidar, como lo afirma el P. Kolvenbach, a “hombres y mujeres competentes, conscientes, y comprometidos en la compasión” y como afirma Medellín, sean “capaces de asegurar el respeto y la realización de la justicia en todos los sectores” (DM, Justicia, 1) provocando en ellos y ellas una sensibilidad por la realidad que los rodea.

Al terminar mis estudios de Filosofía en Guadalajara, México, fui destinado a la etapa de trabajo apostólico como director de Pastoral del Colegio San Gabriel, en Quito, Ecuador. Este colegio tiene dos peculiaridades que, al inicio, me hicieron dudar de mí mismo. La primera es que es el colegio más prestigioso de la ciudad, tanto por su trayectoria académica como por su incidencia en la sociedad quiteña. La segunda es que, en el comedor de estudiantes de su antigua sede, el 20 de abril de 1906, ocurrió un prodigio: una litografía de Nuestra Señora de los Dolores abrió y cerró los ojos. Los estudiantes fueron testigos de esta ternura maternal, y desde entonces, la imagen fue conocida como “La Dolorosa del Colegio”. Estas dos peculiaridades no me dejaban tranquilo pues yo iba destinado al colegio que incide y moviliza la ciudad y el país.

Llegar a este colegio me llenaba de incertidumbre, pero allí experimenté lo que Santo Domingo expresa con tanta claridad: “La educación es la asimilación de la cultura. La educación cristiana es la asimilación de la cultura cristiana” (SD, 263). Este principio fundamental me guió, junto a los demás pastoralistas, para desarrollar una pedagogía ignaciana que respondiera a los desafíos contemporáneos, manteniendo siempre la perspectiva de la promoción de la justicia como dimensión constitutiva de nuestra misión.

Uno de los momentos más significativos de mi experiencia ha sido la oportunidad de compartir lo aprendido con otros educadores. Desde este espacio, hago mías las palabras de Santo Domingo: “El maestro cristiano debe ser considerado como sujeto eclesial que evangeliza, que catequiza y educa cristianamente. Tiene una identidad definida en la comunidad eclesial” (SD, 265). En nuestros talleres de formación en Espiritualidad Ignaciana para profesores, siempre insisto en que el educador ignaciano no solo transmite contenidos, sino que acompaña procesos, discierne la vida, es contemplativo en la acción y forma conciencias críticas y comprometidas con la transformación social.

El hecho de ser directivo me permitió establecer lazos de intercambio con otros colegios de la Compañía de Jesús en América Latina. Esta experiencia ayudó a que el colegio ampliara su horizonte de vida. Fue un gran desafío, pues la inculturación (profundizar tu cultura) debía abordarse no solo desde el ámbito social, sino también desde el Evangelio mismo. La manera en que los estudiantes de Quito se relacionaban con Dios no era la misma que la de los estudiantes de Chile o México. Por ello, la inculturación dentro de mi experiencia educativa ha marcado profundamente mi trabajo apostólico.

Aquí resulta clave lo que señala Santo Domingo: “La inculturación del Evangelio es un proceso que supone el reconocimiento de los valores evangélicos que se han mantenido más o menos puros en la actual cultura, y el reconocimiento de nuevos valores que coinciden con el mensaje de Cristo” (SD, 230). Desde esta experiencia, he podido establecer puentes significativos dentro del claustro educativo y fomentar un diálogo fecundo entre la fe y diversas culturas, reconociendo que “Jesucristo es la medida de todo lo humano y, por tanto, también de la cultura” (SD, 228). He sido testigo del impacto positivo de nuestra labor educativa en miles de estudiantes. Como afirma Puebla: “El servicio de la Iglesia desde la realidad del continente y desde la opción preferencial por los pobres” ha sido mi horizonte.

Las experiencias de servicio social, los proyectos de experiencias y el acompañamiento espiritual han sido parte integral de mi labor educativa. A través de ellos, buscamos que los estudiantes descubran en la realidad de los más excluidos de nuestra sociedad el rostro sufriente de Cristo.

Al mirar hacia atrás, reconozco que mi identidad como jesuita educador ha sido moldeada por esta misión de formar “hombres y mujeres para los demás”, como diría el P. Arrupe. Porque “la búsqueda cristiana de la justicia es una exigencia de la enseñanza bíblica” (DM, Justicia, 5), y esta convicción ha sido el motor de mi vocación educativa y en la que me gustaría continuar aportando desde mi sencillez”.

 

PARA PENSAR

¿QUÉ ES LO ESENCIAL EN UN SACERDOTE JESUITA?
EDUCAR

¿QUÉ ES EDUCAR?
Formar hombre y mujeres competentes y compasivos en la justicia

¿CÓMO DESCUBRIR LO QUE TE MUEVE?
El contacto con la realidad de los jóvenes.

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