Tras la aprobación del Código Integral Penal y el oportuno reglamento expedido por el Consejo de la Judicatura que regula las actuaciones judiciales para hechos y actos de violencia contra la mujer, que entre sus importantes considerandos sostenía que por ser una política de Estado la no violencia a la mujer, basada en el artículo 66 de la Constitución de garantizar la integridad física y moral y la prohibición de tratos crueles, inhumanos o degradantes; más la Convención Interamericana para prevenir, sancionar y erradicar la violencia contra la mujer, “Convención de Belém Do Pará”, que dispone entre los deberes del Estado el de actuar con la debida diligencia para prevenir, investigar y sancionar la violencia contra la mujer y adoptar medidas jurídicas para conminar al agresor a abstenerse de hostigar, intimidar, amenazar, dañar o poner en peligro la vida de la mujer de cualquier forma que atente contra su integridad o perjudique su propiedad; esto, en concordancia con el Código Orgánico de la Función Judicial que dispone que la administración de justicia será rápida y oportuna, y que todos los sujetos que intervienen en el proceso judicial, en caso de violencia contra la mujer, deben evitar la revictimización y la impunidad; algunos pensábamos que la situación estaba clarísima.